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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Día del Maestro

9-IX-71

Uno de los pocos nombres que Cristo aceptó enfáticamente que le pusieran fue el de ‘maestro', ‘didáscalos', ‘rabbi'. “ Vds. me llaman ‘Maestro', y dicen bien, porque lo soy ” (Jn 13, 13). “Maestro bueno, ¿qué puedo hacer para alcanzar la vida eterna? (Lc 18, 18) le preguntó el joven rico y Jesús rechaza lo de ‘bueno' (1) pero no lo de ‘maestro'. Cuando Magdalena, después del drama de la Cruz reconoce por primera vez a Jesús resucitado, solo atina a pronunciar, en arameo, una palabra “¡Raboní!, ¡Maestro !

Título excelso, de tal manera ilustre y eminente que Cristo prohíbe su uso a sus mismos discípulos: “En cuanto a ustedes, no se hagan llamar ‘maestro', porque no tienen más que un maestro y todos ustedes son hermanos”.

Y es que la importancia de los papeles en la sociedad se mide por la clase de servicio que se presta o aquello que se da a los demás. Es posible servir de muchas maneras, y dar variadas cosas al hombre. Pero no todo es lo mismo. Puedo llenarle los bolsillos de dinero, conseguirle puestos más remunerados, devolverle la salud, construirle una casa, darle un envase autoimpulsado con cuatro ruedas para desplazarlo velozmente de aquí a acullá, llenarle el departamento de toda laya de eléctricos aparatos… Hacerle tener, poseer, haber, obtener, detentar muchas de estas cosas; sí. Y, de hecho, nuestra sociedad del consumo se vuelca frenética a la producción de todo esto para que esté al alcance de las mayorías. Y nuestros justicieros sociales se gozan en la repartija de bienes ajenos. Y algunos clérigos creen que también a esto debe dedicarse primordialmente la Iglesia.

Y, quizá, todo ello sea, tarde o temprano, posible y asequible para todos y relativamente fácil de realizar. Producir cosas para que el hombre las posea; hacer rebosar sus arcas con estos bienes; y lograr que el ser humano derrame su alma sobre ellas. Tener, poseer. Quizá, disfrutar.

Pero cualquiera toma, posee. Basta tener una cuenta en el banco o dinero en un colchón. Ganarlo legítima o ilegítimamente. Más arduo de la primera manera.

Lo difícil no es poseer, sino ser. Importante no es ‘lo' que se tiene, sino ‘el' que tiene.

Por eso lo realmente valioso no es la producción de objetos sino producir, o suscitar que se formen, ‘hombres', seres humanos, libres, responsables, capaces de usar bien aquellas cosas exteriores tan fáciles de fabricar. Ese es el problema político número uno y el fin supremo de toda sociedad.

Dar a luz un crio berreante –salvo en algunos casos gastos de sanatorio y gimnasia previa- se desliza entre las cosas normalmente infalibles de la naturaleza. Pero, engendrar, formar, un ciudadano libre de veinte años, amante de Dios, de su Patria, de los suyos, es una de las aventuras más aleatorias y arduas de una sociedad.

Aparte las leyes, las costumbre, el ambiente, -desgraciadamente, hoy- la televisión, y principalmente la familia ¿quién no desconoce el conspicuo papel que, en esta tarea de formación, desempeñan en la sociedad aquellos que profesionalmente detentan el título de ‘maestros'? Y no es adularlos el exaltar la importancia de su función, porque esta importancia no es más que la medida de su pesada responsabilidad.

Sería idiota si, cuando se pondera la grandeza del sacerdocio o los fieles me conceden muestras de deferencia y respeto, se envaneciera mi corazón o irguiera el mentón y arrugara la nariz. También sería tonto aquel que, viendo la indignidad de los hombres que llevamos el honor del sacerdocio, a éste despreciara. El sacerdocio mide su importancia por su dignidad, pero el mérito o demérito del que lo ejerce por su responsablidad.

Lo mismo el magisterio.

Cada uno sabe muy bien la fragilidad de los hombros que deben llevar el peso de ciertas responsabilidades. Pero, ni la endeblez de los curas me llevará a desdeñar el sagrado ministerio, ni la de los militares la milicia, ni la de los gobernantes la autoridad, ni la de los maestros el magisterio. Como tampoco ninguno querrá atribuirse a si personalmente el elogio que solo pertenece a la función, sin intentar hacérse mínimamente acorde con ella. Lo sacerdotal, lo militar, lo magisterial, será siempre como la meta a alcanzar imperfectamente por cada uno, el censor paradigmático de nuestras debilidades y el severo requeridor de nuestros esfuerzos.

¿Quién no ha sentido dibujarse en su interior una sonrisa al confrontar ciertos prosopopéyicos homenajes al sacerdocio y al maestro, con la mezquina realidad que uno descubre en sí mismo cuando sinceramente se examina? ¡Ah el sarmientino modelo de maestra o maestro! ¿Habrá existido como tal alguna vez? Y, si existió ¿nunca le habrá costado espantosamente levantarse temprano todos los días? ¿Habrá ido siempre con sus clases bien preparadas? ¿Sido justo por igual con los alumnos simpáticos y antipáticos? ¿Resistido la tentación de golpear y gritar a alguno? ¿Sufrido la humillación de la clase rebelde y desatenta? ¿Las horas en demasía o el doble trabajo por la labor mal paga? ¿La envidia y la murmuración del colega? ¿La persecución del director? ¿El hastío y el cansancio de la rutina? ¿La amargura de los fracasos? ¿El desaliento de los ascensos que no vienen?

Y, a pesar de todo, aunque lo vivamos pequeñamente, el ser maestro sigue siendo grande. Quizá no lo descubramos en el monto del sueldo, ni en la consideración de los gobiernos. Tampoco en el bullicio de los falsos homenajes ni en la mercantil propaganda televisiva de los traficantes del ‘Día del Maestro'. Ni siquiera, al menos del todo, en la sonrisa del niño o la felicitación del inspector o el agradecimiento de los padres. ¿Quién podrá medir o ponderar los resultados impalpables, duraderos y profundos de una clase, de una vida consagrada a la docencia?

Pero sí lo percibiremos en el hondón de nuestra conciencia el día en que -si la vida no nos ha transformado en cínicos- nos demos cuenta de que la distancia entre la idealidad de una vocación a la cual una vez, en la primavera de nuestra juventud, fuimos llamados y la realidad de los años entregados a ella, no ha sido, al menos a grandes rasgos, tan grande, tan abisal.

Esta santa Misa la celebramos, pues, no por el Magisterio, ni por el Maestro con las mayúsculas del calendario escolar o de los titulares de los diarios, sino por los maestros, por los varones y mujeres que una gran parte de su día y de sus vidas ocupan sus puestos en las aulas, pero que, además, son seres humanos e hijos de Dios y viven, como cualquiera, los problemas de la soledad o de la falta de ella, los del noviazgo o la soltería, los de los hijos y los seres queridos, penas y enfermedades, angustias y risas, virtudes y pecados.

Que ellos que son maestros, sepan también ser alumnos. Alumnos del único Maestro y quieran preguntarle alguna vez, humildemente, como aquel joven del evangelio. “Maestro bueno ¿qué debo yo hacer para heredar la vida terna?"

1-“¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios”

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