Ejemplos de santidad

4 de octubre

San Francisco de Asís

Religioso
Nació en Asís el año 1182; después de una juventud frívola se convirtió, renunció a los bienes paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios. Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron aprobadas por la Santa Sede. Inició también una nueva Orden de monjas y un grupo de penitentes que vivían en el mundo, así como la predicación entre los infieles. Murió el año 1226.

Debemos ser sencillos, humildes y puros

De la carta de san Francisco de Asís, dirigida a todos los fieles

La venida al mundo del Verbo del Padre, tan digno tan santo y tan glorioso, fue anunciada por el Padre altísim­o, por boca de su santo arcángel Gabriel, a la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió una auténtica naturaleza humana, frágil como la nuestra. Él, siendo rico sobre toda ponderación, quiso elegir la pobreza, jun­to con su santísima madre. Y, al acercarse su pasión, ce­lebró la Pascua con sus discípulos. Luego oró al Padre diciendo: Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz.

Sin embargo, sometió su voluntad a la del Padre. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, a quien entregó por nosotros y que nació por nosotros, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y víctima en el ara de la cruz, con su propia sangre, no por sí mismo, por quien han sido hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por él y lo recibamos con puro corazón y cuerpo casto.

¡Qué dichosos y benditos son los que aman al Señor y cumplen lo que dice el mismo Señor en el Evangelio: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y al prójimo como a ti mismo! Amemos, pues, a Dios y adorémoslo con puro corazón y con mente pura, ya que él nos hace saber cuál es su mayor deseo, cuando dice: Los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque todos los que lo adoran deben adorarlo en espíritu y verdad. Y dirijámosle, día y noche, nuestra alabanza y oración, diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos; porque debemos orar siempre sin desanimarnos.

Procuremos, además, dar frutos de verdadero arrepentimiento. Y amemos al prójimo como a nosotros mismos. Tengamos caridad y humildad y demos limosna, ya que ésta lava las almas de la inmundicia del pecado. En efecto, los hombres pierden todo lo que dejan en este mundo tan sólo se llevan consigo el premio de su caridad y las limosnas que practicaron, por las cuales recibirán del Señor la recompensa y una digna remuneración.

No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino más bien sencillos, humildes y puros. Nunca debemos desear estar por encima de los demás, sino, al contrario debemos, a ejemplo del Señor, vivir como servidores y sumisos a toda humana criatura, movidos por el amor de Dios. El Espíritu del Señor reposará sobre los que así obren y perseveren hasta el fin, y los convertirá en el lugar de su estancia y su morada, y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras imitan; ellos son los esposos, los hermanos y las madres de nuestro Señor Jesucristo.

Oración

Dios todopoderoso, que otorgaste a san Francisco de Asís la gracia de asemejarse a Cristo por la humildad y la pobreza, concédenos caminar tras sus huellas, para que podamos seguir a tu Hijo y entregarnos a ti con amor jubiloso. Por nuestro Señor Jesucristo.

Benedicto XVI: San Francisco, el “icono vivo” de Jesús

  CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 27 de enero de 2010.- Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada hoy por el Papa durante la Audiencia General, celebrada en el Aula Pablo VI, ante grupos de peregrinos procedentes de todo el mundo.

Queridos hermanos y hermanas,

en una reciente catequesis ilustré ya el papel providencial que la Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes Predicadores, fundados respectivamente por san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, tuvieron en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quisiera presentaros la figura de Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, que sigue fascinando a muchísimas personas de toda edad y toda religión.

"Nació al mundo un sol". Con estas palabras, en la Divina Commedia ( Paraíso , Canto XI), el máximo poeta italiano Dante Alighieri alude al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís. Perteneciente a una rica familia – el padre era comerciante de telas –, Francisco transcurrió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de la época. A los veinte años tomó parte en una campaña militar, y fue hecho prisionero. Se puso enfermo y fue liberado. Tras su vuelta a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual, que le llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había llevado hasta entonces. A este periodo corresponden los célebres episodios del encuentro con el leproso, al que Francisco, bajando del caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucificado en la pequeña iglesia de San Damián. En tres ocasiones el Cristo en la cruz cobró vida, y le dijo “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas”. Este sencillo acontecimiento de la palabra del Señor oída en la iglesia de San Damián esconde un simbolismo profundo. Inmediatamente san Francisco es llamado a reparar esta pequeña iglesia, pero el estado ruinoso de este edificio es el símbolo de la situación dramática e inquietante de la misma Iglesia en esa época, con una fe superficial que no forma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que comporta también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos herejes. Con todo, en esta Iglesia en ruinas está en el centro el Crucifijo y haba: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la pequeña iglesia de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar a la misma Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor por Cristo. Este acontecimiento, sucedido probablemente en 1205, hace pensar en otro acontecimiento similar, sucedido en 1207: el sueño del papa Inocencio III. Éste vio en sueños que la Basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de todas las iglesias, está derrumbándose y que un religioso pequeño e insignificante apuntala con sus hombros a la iglesia para que no caiga. Es interesante notar, por una parte, que no es el Papa el que ayuda para que la Iglesia no caiga, sino un religioso pequeño e insignificante, que el Papa reconoce en Francisco cuando éste le visita. Inocencio III era un papa poderoso, de gran cultura teológica, como también de gran poder político, y sin embargo no es él el que renueva a la Iglesia, sino un pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Por otra parte, sin embargo, es importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin o contra el Papa, sino en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los Obispos, la Iglesia fundada sobre la sucesión de los Apóstoles, y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en este momento para renovar la Iglesia. Juntos crece la verdadera renovación.

Volvamos a la vida de san Francisco. Dado que su padre Bernardone le reprochaba su demasiada generosidad hacia los pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto simbólico se despojó de todas sus ropas, pretendiendo así renunciar a la herencia paterna: como en el momento de la creación, Francisco no tiene nada, sino sólo la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos se entrega. Después vivió como un eremita, hasta cuando, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del Evangelio de Mateo – el discurso de Jesús a los apóstoles enviados a la misión – Francisco se sintió llamado a vivir en la pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se unieron a él, y en 1209 se dirigió a Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paternal por parte de aquel gran Pontífice que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del movimiento suscitado por Francisco. El Pobrecillo de Asís había comprendido que todo carisma dado por el Espíritu Santo debe ser puesto al servicio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por tanto actuó siempre en comunión plena con la autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no hay contraposición entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna tensión, éstos saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.

En realidad, algunos historiadores del siglo XIX y también del siglo pasado han intentado crear detrás del Francisco de la tradición, un 'Francisco histórico', así como se trata de crear tras el Jesús de los Evangelios un 'Jesús histórico'. Este Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre unido inmediatamente solo a Cristo, un hombre que quería crear una renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y sin jerarquía. La verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación inmediatísima con Jesús y con la Palabra de Dios, a la cual quería seguir sine glossa, tal como es, en toda su radicalidad y verdad. Es también verdad que inicialmente no tenía intención de crear una Orden con las formas canónicas necesarias, sino que simplemente, con la palabra de Dios y la presencia del Señor, el quería renovar al pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a la escucha de la palabra y a la obediencia verbal con Cristo. Además, sabía que Cristo no es nunca “mío”, sino siempre “nuestro”, que a Cristo no puedo tenerlo “yo” y reconstruir “yo” contra la Iglesia, su voluntad y su enseñanza, sino sólo en la comunión de la Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se renueva también la obediencia a la palabra de Dios.

Es también verdad que no tenía intención de crear una nueva orden, sino solamente renovar al pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero comprendió con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así realmente se insertó de modo total, con el corazón, en la comunión de la Iglesia, con el Papa y con los Obispos. Sabía siempre que el centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde el Sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van unidos, sólo aquí habita también la palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco de la Iglesia y precisamente de esta forma nos habla también a nosotros los creyentes, a los creyentes de otras confesiones y religiones.

Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en la Porciúncula, o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven mujer de Asís, de familia noble, se puso a la escuela de Francisco. Tuvo así origen la Segunda Orden franciscana, la de las Clarisas, otra experiencia destinada a producir frutos insignes de santidad en la Iglesia.

También el sucesor de Inocencio III, el papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218 apoyó el singular desarrollo de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en diversos países de Europa, e incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo el permiso de dirigirse a hablar, en Egipto, al sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la que estaba en curso un enfrentamiento entre el Cristianismo y el Islam, Francisco, armado voluntariamente solo con su fe y su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos hablan de una acogida benevolente y cordial recibida del sultán. Es un modelo en el cual también hoy deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la mutua comprensión (cfr Nostra Aetate , 3). Parece además que en 1220 Francisco visitó Tierra Santa, echando así una semilla, que traería mucho fruto: sus hijos espirituales, de hecho, hicieron de los Lugares en los que vivió Jesús en un ámbito privilegiado de su misión. Con gratitud pienso hoy en los grandes méritos de la Custodia Franciscana de Tierra Santa.

Vuelto a Italia, Francisco entregó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pedro Cattani, mientras que el papa confió a la protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX, a la Orden, que recogía cada vez más adhesiones. Por su parte el Fundador, dedicado completamente a la predicación que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla, después aprobada por el Papa.

En 1224, en el eremitorio de Verna, Francisco vio el Crucifijo en forma de un serafín, y del encuentro con el serafín crucificado, recibió los estigmas; se convirtió así en uno con Cristo crucificado: un don, por tanto, que expresa su identificación con el Señor.

La muerte de Francisco – su transitus – sucedió la noche del 3 de octubre de 1226, en la Porciúncula. Tras haber bendecido a sus hijos espirituales, murió, acostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el elenco de los santos. Poco tiempo después se erigía en Asís una gran basílica en su honor, meta aún hoy de muchísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y disfrutar la visión de los frescos de Giotto, pintor que ha ilustrado de modo magnífico la vida de Francisco.

Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. Fue también llamado el “hermano de Jesús”. En efecto, éste era su ideal: ser como Jesús, contemplar al Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera bienaventuranza del Discurso de la Montaña – Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos ( Mt 5,3) – encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Verdaderamente, queridos amigos, los santos son los mejores intérpretes de la Biblia; éstos, encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atrayente que nunca, de modo que habla realmente con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con dedicación y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo también un estilo de vida sobrio y un desapego de los bienes materiales.

En Francisco el amor por Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como esta: “Tema toda la humanidad, tiemble el universo entero y exulte el cielo, cuando sobre el altar, en la mano del sacerdote, está Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Oh favor estupendo! Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille tanto para esconderse para nuestra salvación, bajo una modesta forma de pan” (Francisco de Asís, Escritos , Ediciones Franciscanas, Padua 2002, 401).

En este año sacerdotal, quiero también recordar la recomendación dirigida por Francisco a los sacerdotes: “Cuando quieran celebrar la Misa, puros de forma pura, hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor nuestro Jesucristo” (Francisco de Asís, Escritos , 399). Francisco mostraba siempre una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba respetarlos siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. La motivación de su profundo respeto era el hecho de que éstos han recibido el don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.

Del amor de Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de fraternidad universal y de amor por la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas . Es un mensaje muy actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate , es sostenible solo un desarrollo que respete a la creación y que no dañe el medio ambiente (cfr nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año he subrayado que también la constitución de una paz sólida está unida al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. La naturaleza es entendida por él precisamente como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad divina se hace transparente y podemos nosotros hablar de Dios y con Dios.

Queridos amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor por Cristo, su bondad hacia cada hombre y cada mujer le hicieron alegre en toda situación. De hecho, entre la santidad y la alegría subsiste una relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en el mundo hay una sola tristeza: la de no ser santos, es decir, la de no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de Francisco, comprendemos que éste es el secreto de la verdadera felicidad: ¡ser santos, cercanos a Dios!

Que la Virgen, tiernamente amada por Francisco, nos obtenga este don. Nos confiamos a Ella con las palabras mismas del Pobrecillo de Asís: “Santa María Virgen, no hay ninguna como tu nacida en el mundo entre las mujeres, hija y sierva del altísimo Rey y Padre celestial, Madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo, reza por nosotros... ante tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro” (Francisco de Asís, Escritos , 163).

 

FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO. APÉNDICE

Capítulo I
Ejemplo de fray León cuando San Francisco
le mandó que lavase una piedra

Hablaba San Francisco con fray León en el monte Alverna y le dijo:

-- Hermano ovejuela, lava esta piedra con agua.

Obedeció presto fray León y lavó la piedra con agua. Díjole San Francisco con grande gozo y alegría:

-- Lávala con vino.

Y lo hizo.

-- Lávala -le volvió a decir- con aceite.

Y también lo hizo.

-- Hermano ovejuela -dijo de nuevo el Santo-, lava la piedra con bálsamo.

-- ¡Oh dulce Padre! -le respondió-, ¿cómo podré yo hallar bálsamo en este lugar tan agreste?

-- Has de saber, hermano ovejuela de Cristo -añadió el Santo-, que en esta piedra estuvo sentado Cristo una vez que se me apareció aquí; y te he dicho cuatro veces que la lavases porque Jesucristo (y has de guardar secreto) me prometió cuatro privilegios singulares para mi Orden. El primero, que todos los que amen de corazón a mi Orden y a los frailes que perseveren en ella alcanzarán buen fin, por la divina misericordia. El segundo, que los perseguidores de esta santa Religión serán duramente castigados. El tercero, que ningún perverso podrá durar mucho en la Orden si persevera en su maldad. El cuarto, que esta Religión durará hasta el día del juicio final.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo II
Cómo San Francisco y fray Bernardo fueron a pedir limosna

Poco después de la fundación de la Orden fue un día San Francisco a una ciudad a pedir limosna con fray Bernardo, el primogénito de sus frailes. Cansados ambos, se sentaron sobre una piedra. Pero acosados del hambre los pobrecillos de Cristo, y como era cada vez más viva la necesidad de comer, dijo el santo Padre al compañero:

-- Carísimo, esperémonos aquí cuando volvamos de pedir limosna por el amor de Dios.

Con este acuerdo se separaron, recorrieron calles y plazas, llamaron a las puertas de las casas y entraron en ellas confiadamente, pidieron limosna y les fue dada reverentemente. Pero el devoto fray Bernardo, quebrantado de la mucha fatiga, no guardó nada, sino que comía apenas se los daban los pedacitos de pan y los mendrugos y demás restos que le ofrecían. De modo que cuando volvió al lugar convenido no había reservado ni llevaba nada. Llegó luego el Padre San Francisco con la limosna que había recogido y se la enseñó al compañero, diciendo:

-- Mira, hermano mío, cuánta limosna me ha dado la divina Providencia; a ver la que has traído tú y comamos juntos en el nombre de Dios.

Fray Bernardo, humillado y temeroso, se postró a los pies del piadoso Padre y le dijo:

-- Padre mío, confieso mi pecado: no he traído nada de las limosnas que recogí, sino que he comido todo lo que me dieron, porque casi me moría de hambre.

San Francisco, al oírlo, lloraba de gozo, lo abrazó y exclamó:

-- ¡Oh hijo dulcísimo! En verdad eres tú más dichoso que yo, eres un perfecto observador del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado cosa alguna para el día de mañana, sino que todo tu pensamiento volviste al Señor.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo III
Cómo fray León tuvo en sueños una visión terrible

Una vez vio en sueños fray León los preparativos para el juicio divino. Veía a los ángeles que tocaban trompetas y otros varios instrumentos y congregaban grandísima muchedumbre en un campo. A un lado colocaron una escala roja que llegaba de la tierra al cielo, y a la parte opuesta otra que era blanca, y bajaba del cielo a la tierra. En la cima de la roja apareció Cristo en ademán de un señor ofendido y muy irritado. San Francisco estaba en la misma escala algunas gradas más abajo de Cristo, y bajaba más, y llamaba y decía con gran voz y fervor:

-- Venid, hermanos míos, venid confiadamente, no temáis; venid y acercaos al Señor, que os llama.

Al oír a San Francisco corrieron a su encuentro los frailes, y subían, muy confiados, por la escalera roja. Pero cuando ya estaban todos en ella comenzaron a caerse, quién del tercer escalón, quién del cuarto, quién del quinto o del sexto, y caían todos uno tras otro, de suerte que no quedó ninguno en la escala.

A la vista de tal desgracia, movido San Francisco a compasión de sus frailes, como Padre piadoso, rogaba por sus hijos al juez para que tuviese misericordia de ellos. Y Cristo le mostraba las Llagas sangrientas y le decía:

-- Mira lo que me han hecho tus frailes.

El Santo, después de insistir un poco en la misma súplica, bajó algunas gradas, y llamó a los frailes que habían caído en la escalera roja, y les dijo:

-- Levantaos, hijos y hermanos míos; tened confianza, no os desaniméis; corred seguros a la escala blanca y subid por ella, que así seréis admitidos en el reino de los cielos.

Corrieron los frailes, enseñados por su Padre, a la dicha escala, y en la cima apareció, piadosa y clemente, la gloriosa Virgen María, Madre de Jesucristo, y los recibió; y así entraron sin ninguna dificultad en el reino eterno.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo IV
Vocación de un familiar de Nicolás III

El año 1280, estaba el Papa Nicolás III en su cámara con el Ministro General y algunos Ministros provinciales. Hablaban acerca de la declaración de la Regla, y entró allí a tomar cierto objeto uno vestido con el hábito de los frailes Menores, y salió inmediatamente. Luego que estuvo fuera, dijo el Papa:

-- ¿Visteis aquel lego que entró en la cámara?

Respondiéronle los frailes que sí, y añadió:

-- Quiero informaros de él. Cuando fui elegido Papa pedí a un Abad de la Orden del Cister que me enviase un lego bueno, fiel y prudente, que me cuidase y sirviese con diligencia; y me mandó este que visteis entrar aquí con vuestro hábito. Un día vio a la puerta frailes Menores, que venían a la limosna del pan, y comenzó a entristecerse y sentir gran melancolía. Viéndole así triste le pregunté la causa, e insistiendo yo en querer saberla, me respondió:

-- Santísimo Padre, el motivo de mi desconsuelo es que, ya profeso en mi Orden, estaba un día en oración y yo no sé si en mí o fuera de mí, me pareció ver toda la ciudad en alboroto, y pregunté a los que corrían:

-- ¿Qué es eso?, ¿qué es eso?

-- Vamos a ver a Nuestro Señor Jesucristo -me respondieron.

Eché yo también a correr con ellos, y cuando llegué a la plaza la encontré llena de hombres puestos en círculo, y en medio vi a Nuestro Señor Jesucristo con las sagradas Llagas, vestido con el hábito de los frailes Menores, y predicaba con los brazos abiertos y decía: «El que quiera salvar su alma, sígame y vístase con este hábito que yo traigo». Por eso, cuando vi venir por el pan a los frailes con aquel hábito que tenía Jesucristo, me entristecí de repente y me entró tan grande amargura que no estaré jamás contento ni consolado hasta que me vea vestido con él. Os pido por el amor de la pasión de Cristo que me lo vistáis, si queréis consolarme.

Yo le alabé mucho su Orden, diciéndole que era antigua, aprobada, buena y santa; pero, al fin, al no poder consolarle, le vestí vuestro hábito, como habéis visto. Y creo que su visión habrá sido verdadera; porque, como sabéis, el que quiera salvarse tiene que seguir a Cristo y vestir como los frailes Menores, ser como si no tuviera cuerpo, orar con la mente y dejar al mundo con sus vanidades.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo V
Cómo de una imagen de San Francisco salió sangre fresca

En un convento de frailes Predicadores estaba pintada en el refectorio una imagen de San Francisco con las sagradas Llagas. Un fraile de dicha Orden, obcecado por el orgullo, no podía ni quería comprender que San Francisco hubiese tenido las sagradas Llagas; y un día, después de comer, al salir del refectorio todos los frailes, se llegó a la imagen y temerariamente le borró y destruyó del todo las Llagas, y se marchó. Pero, volviendo aquel mismo día, halló la imagen adornada con las sagradas Llagas mejor que antes, y de nuevo se las destruyó furiosamente. Cuando volvió otra vez, ya la imagen estaba restaurada.

Muy indignado con esto, la destruyó de manera que dejó enteramente desnuda la pared en que estaba pintada; pero brotó de improviso abundantísima sangre, con tanta fuerza como de una cuba llena cuando acaba de taladrarse; y bañó cara, pecho y todo el vestido del fraile. Cayó éste por tierra estupefacto, y comenzó a gritar y llamar a voces a los frailes. Conmovióse la comunidad, y acudieron todos al rumor, quedando atónitos y estupefactos por la grandeza del milagro. Con mucha devoción recogieron del suelo la sangre con una esponja, hicieron restaurar después la imagen muy hermosamente y por la honra del hábito mandaron los superiores que a nadie se refiriese el caso fuera de la Orden. Pero aquel fraile dijo que más quería ser echado de la Orden que ocultar un milagro de tanta honra para el Padre San Francisco.

¿Y qué venganza tomó de este fraile el humilde Francisco? No otra que cambiarlo de repente en otro hombre. Renunció con mucho fervor a todos sus libros y se hizo hombre de grande oración. Por devoción a San Francisco fue a visitar su iglesia en Asís, y en presencia de muchos frailes Menores confesó muy humildemente el sobredicho milagro, y mostró, no sin muchas lágrimas, la sangre que había recogido del suelo. Parte de ella la dejó en testimonio del milagro y parte la guardó por devoción a San Francisco.

Capítulo VI
De un excelente milagro de las llagas de San Francisco

Hubo en el reino de Castilla un hombre muy devoto de San Francisco que, al ir a la iglesia de los frailes Menores para oír completas, le asaltaron unos bandoleros, y sin ninguna compasión le hirieron tan cruelmente, que cayó casi muerto a sus pies. Al huir los malhechores, uno de ellos, más cruel, le atravesó un cuchillo por el cuello de modo que no pudo quitárselo, y partieron, dejando al herido por enteramente muerto.

Al clamor de los circunstantes acudió mucha gente, y todos le lloraron por muerto, sin la menor esperanza de vida. Le levantaron y llevaron a su casa; y estaban los parientes con los preparativos para la sepultura, al tocar los frailes a maitines a medianoche. Al oír la mujer la campana, acordándose que él acostumbraba ir a maitines a la iglesia de los frailes Menores, prorrumpió en doloroso llanto y decía:

-- ¡Ay de mí, Señor mío! ¿Dónde está ahora tu fervor y tu devoción? ¡Levántate y ve a maitines, que te llama la campana!

Oyó él este llanto, y hacía señas con las manos para que le quitasen el cuchillo, que no le dejaba hablar, e inmediatamente, a vista de todos, le fue quitado rápidamente sin saber por quién, y se levantó de repente sano del todo y dijo:

-- Oíd, deudos y amigos míos queridos, y mirad el admirable poder de San Francisco, de quien fui siempre devoto, y que ahora mismo sale de aquí. Vino con sus santísimas Llagas y puso las manos sobre mis heridas; con el olor y suavidad de las Llagas me confortó y sanó perfectamente. Cuando os indicaba que me quitaseis el cuchillo de la garganta, porque no podía hablar, él lo asió y me lo quitó sin ningún dolor y luego frotó con su mano sobre la herida y me dejó sano como veis.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo VII
Cómo San Francisco envió frailes por primera vez a Inglaterra
y del gran milagro que hizo Cristo en el viaje

Fray Ángel de Pisa fue nombrado Ministro de Inglaterra por San Francisco, y partió con fray Alberto de Pisa y otros tres compañeros. Llegaron a Cantorbery el día 3 de mayo, y fueron recibidos con mucha caridad por los frailes Predicadores. Prosiguieron el viaje, y llegaron a un bosque muy sombrío en que había un monasterio de monjes negros [benedictinos]; y como era casi la hora de vísperas y el tiempo estaba lluvioso y los viajeros muy mojados y fatigados, pidieron albergue, por amor de Dios, por temor a perecer de hambre o de frío, o ser acometidos por las fieras de aquel bosque.

Al verles el portero escuálidos por la penitencia y en hábito desusado y no entender su lengua, pensó que serían bufones o juglares, y así se lo anunció al Prior, que había venido a solazarse allí aquellos días con cuatro monjes. Introducidos los frailes y presentados al Prior y monjes, aunque dijeron que no eran bufones ni juglares, sino siervos de Dios y pregoneros del reino celestial y de la Orden de los Apóstoles, Prior y monjes mandaron que fuesen echados fuera de la puerta del monasterio, como pordioseros bribones y gente baja, y que no les diesen pan, ni vino, ni albergue, ni se les tuviese compasión alguna. Compadecido el monje más joven al ver esta crueldad, los siguió y pidió por favor al portero que los escondiese dentro y los albergase en el pajar y que él les llevaría de comer. Condescendió el portero, y los ocultó en el pajar. El monje les llevó secretamente pan, vino y otras cosas, y después los visitó y se encomendó con mucha devoción a sus oraciones.

Aquella noche tuvo el dicho monje esta visión: veía en la iglesia un trono admirable y resplandeciente, en que estaba sentado Cristo bendito, y alrededor había mucha gente que era llamada a juicio. Comenzó Jesucristo diciendo:

-- Sean conducidos a mi presencia los dueños de este lugar.

Y al instante fue traído el sobredicho Prior y los cuatro monjes. Por el lado opuesto vino un pobrecillo humilde y despreciable, que vestía el hábito de aquellos pobres frailecitos mencionados, y dijo:

-- Justísimo juez, la sangre de los frailes Menores despreciada esta noche, al negárseles comida y albergue en este lugar, clama venganza; pues ellos por tu amor abandonaron el mundo y todo lo temporal. Y habían venido aquí para ganar las almas que se hallan desviadas de ti, Señor mío, y que tú compraste con tu preciosa sangre sobre el madero de la cruz, y este que aquí está los hizo echar fuera como bufones y juglares.

Miró entonces Cristo al Prior con semblante terrible, y le dijo:

-- ¿De qué Orden eres, Prior?

-- De la de San Benito -respondió.

-- ¿Es verdad lo que éste dice? -preguntó Cristo a San Benito.

-- Señor mío dulcísimo -respondió-, éste y sus compañeros son destructores y arruinadores de mi Orden, como se ve en el modo de recibir a estos frailes Menores, perfectos siervos tuyos; pues yo mandé en mi Regla que nunca la mesa del Abad estuviese sin peregrinos y pobres forasteros, y ya ves, Señor mío, cómo ha hecho éste.

Dio Cristo la sentencia mandando que fuesen colgados de un olmo que había en el claustro, y cuando ya estaban colgados el Prior y tres compañeros, se volvió Cristo al cuarto, que había obrado misericordia, y le dijo:

-- ¿De qué Orden eres tú?

Trémulo el joven, porque acababa de oír la repulsa de San Benito, que los desechaba, respondió con mucho miedo:

-- Señor mío, yo soy de la Orden de este pobrecito.

-- Francisco, ¿es éste de tu Orden? -preguntó Cristo.

-- Señor -respondió-, es de los míos, y desde ahora lo recibo por mi fraile.

Y al decir esto le abrazó muy tiernamente, con lo cual despertó el monje, encontrándose estupefacto de la visión, y sobre todo porque había oído a Cristo en el sueño nombrar a Francisco. Con esta admiración se levantó para referir al Prior la visión que había tenido. Pero, al entrar en su celda, le halló estrangulado y todo disforme, marchito y maltrecho. Corre a los compañeros, y los encuentra también estrangulados y maltrechos del todo. Va en busca de los frailes para referirles el milagro, y halla que el portero los había echado fuera antes de amanecer, por miedo al Prior.

Entonces fue a referir todo esto al Abad de Abindo, y oyéndoselo el Abad a este monje joven, tuvo grandísimo temor, y así él como todos los monjes quedaron atónitos.

Divulgóse el suceso casi por todo el país, y cuando estos benditos frailes llegaron a la ciudad de Oxford se presentaron al Rey Enrique, y los recibió con mucha amabilidad y les dio lugar en que establecerse libremente.

Se extendió tanto por toda Inglaterra la fama de estos religiosos, por la santidad de su vida y la novedad del milagro, que no sólo aquel monje librado por San Francisco de tan horrible juicio se hizo fraile, y fue el primero en vestir el hábito, sino también otros muchos, entre ellos un grande Obispo y un Abad, los cuales, cuando se edificó el convento, cargaban sobre sí con mucha humildad y devoción las piedras y el barril del agua para la fábrica.

Cuando entró fray Ángel en Inglaterra era un joven de treinta años, muy agraciado y devoto. Era diácono, y no quiso ordenarse de sacerdote sin licencia del Capítulo general, y entonces, al llamar el Arzobispo de Cantorbery por medio de su Arcediano a los que se habían de ordenar, dijo: «Vengan los frailes de la Orden de los Apóstoles». Y este nombre tuvieron en Inglaterra por largo tiempo.

Recorrió dicho fray Ángel con mucho fervor aquella provincia, fundó e hizo edificar muchos conventos y admitió a muchos en la Orden. Obró muchos milagros en vida y después de su muerte. Dio su alma a Dios el día siguiente a la fiesta de San Gregorio Papa, y está sepultado en Oxford.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo VIII
Admirable conversión de un pecador obstinado de Espoleto

Había en la ciudad de Espoleto un hombre perverso y cruel que por ningún motivo ni razón del mundo quería ni podía ver a los frailes Menores, sobre todo cuando iban por limosna. Blasfemaba, maldecía, se complacía en decirles afrentas y les perseguía con palabras groseras, villanas y deshonestas. Los frailes se dolían de ello y se lo decían a San Francisco, que moraba entonces en aquel convento. El Santo llamó a fray Andrés de Siena, que andaba casi siempre pidiendo limosna, y le dijo:

-- Vete y prueba con toda insistencia si puedes conseguir alguna limosna de ese hombre tan cruel.

Fuese allá fray Andrés, por el mérito de la santa obediencia, y tanto lo importunó que, no por devoción, sino por quitárselo de delante, le dio una limosna de pan, injuriándole villanamente y echándosela de lejos como a un perro. Apenas la recibió fray Andrés, se volvió al convento con grandísimo gozo y alegría y se la presentó a San Francisco. El Santo distribuyó este pan entre todos los frailes, dando un poco a cada uno, y les dijo:

-- Rezad cada uno tres Padrenuestros pidiendo a Dios que reduzca y convierta este pecador al camino de la verdad.

¡Cosa admirable! Aún no se habían levantado de cenar los frailes, cuando llegó este hombre al convento con mucha contrición y devoción y se echó a los pies de San Francisco y lloraba amargamente, y confesaba su culpa y ceguera delante de todos. Quedó mudado en otro hombre, se hizo bueno y fue singular amigo y bienhechor de los frailes Menores.

Capítulo IX
Cómo obtuvo San Francisco
la Indulgencia de la Porciúncula (O. Englebert)

El sábado 16 de julio de 1216, Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la Corte pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de ir a tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que aquella misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los Sarracenos.

Dos días tan sólo duró la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho tiempo, pero que vivió, sin embargo, hasta el año 1227.

«El Papa que acaban de elegir -escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un varón sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su fortuna».

Francisco debió de alegrarse al saber la elección de un Papa renombrado por su piedad y amor a los pobres. Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la causa del santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a realizarse la reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de Letrán.

En tal caso, podría suponerse que tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la indulgencia de la Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica los más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su historicidad tanto como en ella creen los mismos.

En su discurso de Letrán el año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a tres clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos que, impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida. ¿Sugirieron a Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con Dios el mundo entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a los privados de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar también en la universal redención?

Sea lo que sea, un día del verano de 1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano Maseo.

La noche anterior, escribe Bartholi, Cristo y su Madre, rodeados de espíritus celestiales, se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles:

-- Francisco -le dijo el Señor-, pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los hombres.

-- Señor -respondió el Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente, abogada del género humano, concedáis una indulgencia a cuantos visitaren esta iglesia.

La Virgen se inclinó ante su Hijo en señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído. Jesucristo ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener allí del Papa el favor deseado.

Ya en presencia de Honorio III, Francisco le habló así:

-- Poco ha que reparé para Vuestra Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la visitaren en el aniversario de su dedicación, una indulgencia que puedan ganar sin necesidad de abonar ofrenda alguna.

-- Quien pide una indulgencia -observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla... ¿Y de cuántos años ha de ser ésa que pides? ¿De un año?... ¿De tres?...

-- ¿Qué son tres años, santísimo Padre?

-- ¿Quieres seis años?... ¿Hasta siete?

-- No quiero años, sino almas.

-- ¿Almas?... ¿Qué quieres decir con eso?

-- Quiero decir que cuantos visitaren aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres de toda culpa y pena incurridas por sus pecados.

-- Es excesivo lo que pides, y muy contrario a las usanzas de la Curia romana.

-- Por eso, santísimo Padre, no lo pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor Jesucristo.

-- ¡Pues bien, concedido! En el nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo.

Al oír eso, los cardenales presentes rogaron al Papa que revocara tal concesión, representándole que la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra Santa y de Roma, que en adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se negó a retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera todo lo posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a Francisco, Honorio le dijo:

-- La indulgencia otorgada es valedera a perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir, desde las primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia hasta las del día siguiente.

Ansioso de despedirse, Francisco inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice lo llamó diciendo:

-- Pero, simplote, ¿así te vas sin el diploma?

-- Me basta vuestra palabra, santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya lo manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles son mis testigos.

Y con el hermano Maseo se puso en camino para la Porciúncula.

Una hora habrían andado, cuando llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio camino entre Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de fatiga; al despertar tuvo una revelación que comunicó a su compañero:

-- Hermano Maseo -le dijo-, has de saber que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el cielo.

Celebróse la dedicación de la capilla el día 2 del siguiente agosto.

La liturgia de la fiesta, con las palabras que Salomón pronunciara en la inauguración del templo de Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció Francisco a la multitud la gran noticia:

-- Quiero mandaros a todos al paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta indulgencia pudiese ganarse durante toda la octava de la dedicación, pero no lo he logrado sino para un solo día.

Tal es, según los documentos consultados, el origen del famoso Perdón de Asís.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo X
Cómo Santo Domingo confirmó
la Indulgencia de Santa María de los Ángeles

Una mujer de Alemania que vino a la Indulgencia de Santa María de la Porciúncula dijo y juró ante el altar de San Francisco, en presencia de algunos frailes y muchos seglares, y de Merlino, natural de Asís, el cual traducía sus palabras, que había visto un milagro de la santa Indulgencia, y lo refirió de este modo:

-- Yo, Isa, había determinado hace muchos años venir a la santa Indulgencia, y por muchos impedimentos que tuve retardé el cumplirlo hasta ahora. Tenía ya todo dispuesto para venir, fui a la vecina iglesia de los frailes Predicadores, llamé a mi confesor, y antes de confesarme le dije cómo quería ir a San Francisco, a la Indulgencia de Santa María de los Angeles. Se alteró e indignó al oírlo, y no quiso confesarme ni darme licencia para venir, diciendo que esta Indulgencia no era lo que se decía. Me volvía a casa disgustada y con mucha amargura, cuando encontré a dos frailes Predicadores, que me dijeron:

-- ¿Por qué estás así turbada?

Habiéndoles dicho el motivo, me respondieron:

-- Ten ánimo, no te entristezcas más; ven con nosotros al convento y buscaremos un buen confesor que te consuele.

Fui con ellos, e hicieron como me habían prometido. Después que me confesé, estos dos frailes mandaron llamar a otros del convento, y cuando estuvieron reunidos, les dijo en mi presencia uno de los dos:

-- Carísimos hermanos, tened por cierto, sin ninguna duda, que la Indulgencia de Santa María de los Angeles es verdadera y cierta, y ante Dios mucho mayor de lo que se cree; y para que vosotros lo creáis, sabed que yo soy Santo Domingo, vuestro Padre y primer Fundador de esta Orden, y éste es San Pedro Mártir.

Y dicho esto, desaparecieron repentinamente. Al ver yo tan gran milagro, me puse en camino y vine, como veis, a ganar esta santísima Indulgencia.

En alabanza de Jesucristo bendito. Amén.

Capítulo XI
Milagro de San Francisco en España

Hubo en España un señor rico y noble, dueño de una fortaleza. Devoto de San Francisco, lo mismo que su mujer, daba hospedaje a los frailes y era su principal bienhechor.

Como no tenía herederos, por ser estéril la esposa, hicieron voto a San Francisco que, si les alcanzaba sucesión, le servirían con toda su casa y darían hospitalidad a todos los frailes de su Orden perpetuamente. Favorecióles desde lo alto el bienaventurado Padre San Francisco y les alcanzó de Dios un hijo.

Sucedió que, cuando tenía este niño ocho años, un día salió su madre temprano a la iglesia, como acostumbraba, dejándole dormido en casa. Cuando despertó y vio que era de día, se levantó, y dirigiéndose luego a la huerta, subió a un árbol a comer cerezas, que a la sazón estaban maduras. Pero inclinándose descuidadamente, cayó del árbol sobre unas estacas agudas y quedó clavado en una, que le entró por el vientre y salía por el dorso.

Volvió de la iglesia la madre, y advirtió que el niño se había levantado; pero al creer que estaría, como otras veces, con los sirvientes, no pensó en buscarle hasta que tuvo la mesa puesta para comer con su marido. Buscándole entonces, y llamándole por todas partes los criados, entraron por fin en la huerta, y viéndole así desgraciadamente muerto, avisaron a los padres.

Corrieron éstos con dolor y llanto, y hallaron a su hijo ya muerto y atravesado en la estaca. Sacáronle de allí, y entre alaridos de dolor le llevaron a casa, y estaban al lado del cadáver, transidos de pena por la desgracia, e invocaban a San Francisco, cuando les anunció el portero que venían derechos hacia el castillo dos frailes Menores.

Al oír esto los padres del niño, encargaron que nadie diese muestras de pena ni de llanto, sino que todos les acompañasen a recibir a los frailes con alegre semblante, como acostumbraban, y que preparasen agua para lavarles los pies.

Retiraron el cadáver a otra habitación interior, salieron al encuentro de los frailes, les recibieron con mucho agrado y benignidad y les lavaron los pies.

La señora hizo llevar el agua en que les había lavado los pies a la habitación donde yacía muerto el niño, invocó con lágrimas a San Francisco (pues tenía confianza en Nuestra Señora y en los méritos de su siervo), metió con sus manos el cadáver en el cubo y comenzó a lavarlo y echarle agua en el vientre y en la herida, y decía:

-- San Francisco, devuélveme ahora el hijo único que por tu intercesión me dio el Señor, para que con los dos favores quedemos más obligados a dar gracias a Dios y a ti, yo y toda mi casa.

¡Cosa admirable! A la vista del padre y de la madre y de muchos de la familia se levantó el niño sano e incólume, sin que le quedase otra señal que una pequeña cicatriz en el vientre, como testimonio de tan gran milagro.

El llanto doloroso de los parientes y circunstantes se convirtió en lágrimas de gozo y alegría. Padre y madre acudieron a comunicar el hecho a los frailes que habían dejado en la sala y darles las gracias, pero ya no pudieron hallarlos. Entonces prorrumpieron en alabanzas al Señor, con lágrimas vivas, y reconocieron unánimes que San Francisco había venido a resucitarles a su hijo.

Refirió este milagro fray Guillermo Quertorio, Provincial de Génova, hombre de entera probidad y famoso en la Orden, el cual, de paso por España, al Capítulo general, se hospedó en la casa de este señor noble, padre del niño resucitado.

-- Padre Provincial -le dijo-, esta casa es vuestra y de todos vuestros hermanos, y debéis estar en ella con toda confianza.

Al retirarse les dijo:

-- Podéis quedar con la señora y hablarle de las cosas de Dios.

Y como los frailes dilatasen algo el empezar la conversación espiritual, les dijo la señora:

-- Para que tengan completa confianza aquí con nosotros, les voy a decir cuánto debemos a San Francisco y a su Orden mi marido, yo y este hijo que está presente. Porque este hijo lo tuvimos por intercesión del Santo y además nos lo resucitó.

Y les contó toda la crónica del milagro, como queda dicho, y en prueba de ello les mostró la cicatriz en el cuerpo del niño.

Volver