7 de Octubre

Nuestra Señora del Rosario

Una antigua tradición de los Frailes Predicadores, los Dominicos, cuenta que su fundador, Santo Domingo de Guzmán, recibió de manos de María, el Rosario. Efectivamente, el santo español y sus Órdenes (de frailes, de monjas y de laicos terciarios) fueron los grandes difusores de esta oración, desde mediados del s. XII.

El Rosario nació como reemplazo de los 150 salmos que figuran en el libro correspon­diente de la Sagrada Escritura. Estos salmos, desde muy tem­prano, integraron la oración oficial de la Iglesia.

Recogiendo esta costumbre, y como recurso práctico para quienes no podían memorizar los salmos o corrían el riesgo de no comprenderlos, Santo Domingo los reemplaza con oraciones extraídas del Nuevo Testamento: 150 Avemarías, 15 Padrenuestros y 15 Gloria . Al término, se agregaba el canto de la Salve Regina, una plegaria muy querida por los cristianos de todos los tiempos.

Los hijos de Santo Domingo no serían monjes de clausura (sí las mujeres, que sostendrían con su oración la predicación de sus hermanos en religión), sino frailes mendicantes, muy preparados mediante una sólida formación y estudio cotidiano, para predicar, enseñar, misionar. Por eso, para acompañar sus jornadas y ayudar a mantener el pensamiento en Dios y la Virgen, la Señora, les dio esta oración del santo Rosario.

Con el tiempo, así como esa suerte de collar con que nos ayudamos a rezar el Rosario formó parte del hábito de los dominicos, también fue colocado en manos de las imágenes de la Virgen que se veneraba en sus conventos e iglesias. Y a María comenzó a llamársela Nuestra Señora o Dama del Santo Rosario , o más simplemente, la Virgen del Rosario .

Unos siglos más tarde, cuando los turcos otomanos, musulmanes fundamentalistas, amenazaban muy seriamente a la Cristiandad, el entonces Romano Pontífice convocó la última gran cruzada de la historia para impedir la invasión y re­peler los ataques. Ese Papa fue San Pío V, un hijo de Santo Domingo y, por lo mismo, un varón armado del Santo Rosario.

Los príncipes cristianos dejaron de lado sus querellas personales y se unieron en una Liga (que el papa bautizó “Santa Liga”) bajo un mando común. España ponía lo mejor de sus hombres y de su armada imperial, la República de Gé­nova, sus avezados marineros y sus veloces navíos, Venecia y los Estados Vaticanos, otro tanto. La armada de la Santa Liga fue puesta bajo el mando del joven capitán Don Juan de Austria, medio hermano del Rey de España, Fe­lipe II. Y, en la primavera de 1572 (primavera europea), Don Juan de Austria dio la orden de partida. El Mediterráneo se­ría testigo de la más grande batalla naval hasta enton­ces librada.

El Papa no se quedó de brazos cruzados. Día y noche perseveraba en la ora­ción a los pies del altar, suplicando a María Santísima que se uniera a sus plegarias y obtuviera para sus hijos el triunfo, que permitiría a Europa respirar en paz; y a los cristianos vivir su fe sin temores. Toda Roma era un ininterrumpido recitar de Avemarías ...

El 7 de octubre de ese año de gracia, en el Mediterráneo oriental se enfrentaron ambas armadas, la cristiana y la musulmana. Quiso la Providencia que la formación misma de las escuadras fuera un símbolo de los bandos que luchaban. Porque, Don Juan de Austria y su Estado Mayor decidieron presentar ba­talla formando los pesados galeotes españoles -que tenían poca maniobrabilidad pero la mejor artillería- a modo de ariete: de tres o cuatro en fondo, en una larga línea. A ambos costados, como formando un travesaño, los bajeles más ligeros de Venecia y Génova, unos a babor, otros a estribor. Visto desde arriba, la formación parecía una inmensa cruz. El plan consistía en quebrar la formación turca con el ariete español, al tiempo que genoveses y venecianos iban al choque con las naves dispersas.

Los turcos, por su parte, aprovechando el refugio que les ofrecía la costa y su forma semicircular (el Golfo de Lepanto), dispusieron sus veloces naves de esa manera (como una media luna). Su idea era hacer un movimiento de pinza para rodear y hostigar a los cristianos, apoyados por el fuego griego y los arqueros que actuaban desde tierra. Con lo primero, podían atacar, “bombardear” las embarcaciones casi sin necesidad de emplear a sus hombres. Los arqueros, por su parte, debían evitar que algún cristiano caído al agua, llegara vivo a la costa.

Antes de entrar en batalla los cristianos se confesaron y se encomendaron a Ntro. Señor Jesucristo y su Madre bendita. La lucha fue larga y sangrienta. Los turcos fueron desbaratados y, con ello, perdieron la hegemonía que hasta ese momento habían ejercido en el mar Mediterráneo. Recordemos que en esa memorable batalla, Miguel de Cervantes perdió un brazo, por lo cual era llamado “el manco de Lepanto”.

Ese mismo día, estando en oración, San Pío V conoció la victoria cristiana. No esperó que lle­garan noticias traídas por hombres. Estaba se­guro del mensaje celestial que había entendido y dio la noticia a Roma. Las campanas todas de la ciudad se echaron a vuelo, la gente se volcó a las calles y el mismo Papa salió llevando el Santísimo Sacramento. A los pies de la Señora del Rosario , el Santo Padre la proclamó “Auxilio de los cristianos ”, agregando este título a las letanías lau­retanas, porque tuvo la victoria como milagro de María. Y por ello, estableció ese día 7 de octubre, como fiesta universal de la Virgen bajo el nombre de “Nuestra Señora de las Victorias ”.

Tras la muerte de San Pío V, su sucesor el papa Gregorio XIII decidió que la fiesta del 7 de octubre invocaría a la Virgen con el nombre de “Nuestra Señora del Rosario”.

volver