Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1972.Ciclo B

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   
(GEP 31-XII-72)

Evangelio según san Lucas , Lc 2,22-40
Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

SERMÓN

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Recuerdo, cuando chico, uno de mis grandes programas era ir a la casa de mi abuelo, en la calle Carlos Calvo, cerca de Constitución –casa hoy desaparecida, atropellada por el avance implacable de la Avenida 9 de Julio‑. ¡Qué aventura la exploración de sus innumerables cuartos y recovecos con mis hermanos armados de puñales y espadas de madera, la puerta oscura y misteriosa que daba al sótano, ominosa madriguera de perversos ogros, la selva pululante de boas y leones del jardín de fondo –tortuga, terrier y madreselvas‑ o la azotea plena de luz de nuestro abordajes de piratas!
¿Quién –al menos de los no tan jóvenes‑ no guarda recuerdos similares? Las casas antiguas, espaciosas y abiertas, que habitaron nuestros mayores. Grandes por su dimensión física, por su despilfarro de piezas y de patios, por su holgura material, donde cabían ‑cada cual en su puesto‑ las personas, los animales, las plantas y los objetos. Tío Alfredo y tío Juan, Victorina, tía Cándida, Adelina, Armando… ¡cuántos tíos y tías, primos y primas, amigos y vecinos, criadas y sirvientas, admitían sus paredes!
¡Qué riqueza humana, que trabazón de afectos, qué encuentro de experiencias y fértil entrevero de generaciones resultaban esos antiguos hogares! La educación –la verdadera educación, no la información que dan la escuela y la televisión‑ la educación, digo, para la convivencia; en el respeto, la comprensión y el amor del otro, en la adecuación de mis derechos con los de los demás. La educación para la vida. Se iba asimilando naturalmente, sin tanta pedagogía y psicología teóricas como hoy, pero con mil veces más eficacia.
Desde el principio se tenía un panorama realista de lo que era vivir. Los viejos que se iban, los chicos que nacían, la tristeza de la tía viuda, los enfermos, la prima soltera, Dios en el rosario todos juntos a la caída de la tarde y en la entereza de la abuela aquel año que el abuelo tuvo tantos problemas y uno de sus hijos casi muere. Tantos hechos pequeños y grandes que iban abriendo los ojos y los corazones a los misterios y sutilezas del alma.

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Todo eso se acabó: es ya recuerdo. Quizá dos o tres fotografías amarillas o el caserón vencido y desierto, reliquia de nuestro antiguos barrios, esperando la piqueta de la demolición con sus persianas cerradas y sus paredes descascaradas.
Y entonces, en su lugar y orgullosamente esos rascacielos de mil pisos, camiones celulares puestos hacia arriba, ‘amplias facilidades’, uno o dos ambientes, ‘no dude que a Vd. lo beneficia’…

Se acabaron abuelos y nietos, tíos y primos, ahijados y sirvientas ¿cómo meterlos en nuestras minúsculas celdas colmenares? Papá, mamá, un hijo, ¿dos? Y, así, los vínculos consanguíneos tienden a hacerse cada vez más endebles y pequeños, las relaciones familiares se achican, se enfrían paulatinamente. Una que otra visita ocasional, a lo mejor, todavía, todos juntos para Navidad.
Y el alma se empobrece, se seca, se amustia, tiende a cerrarse en su egoísmo y en la desconfianza a la multitud anónima de los otros.
¿Con qué experiencia humana, con qué capacidad de afecto, qué posibilidad de integrarse en la sociedad, qué apoyos humanos desinteresados y fieles, tendrán el día de mañana los hombres que salgan de estas mini familias?
Que no hay más remedio, porque no hay casas grandes, porque es imposible mantenerlas, porque no hay dinero, porque la vida es hoy así; es posible. Pero eso no me es de ningún consuelo.
Ni pienso será demasiado buena excusa el día de mañana cuando el hijo, solitario en la vida, pregunte a los padres por qué no ha tenido más hermanos. Como tampoco me consuela el que lo haga por necesidad la madre que deja solos a sus hijos porque tiene que salir a trabajar ya que no alcanza el sueldo; o que el padre, porque tiene dos empleos, no hable nunca con los suyos.
Ni consolarán a los hijos de los matrimonios divorciados o separados el que le digan que en los países más adelantados todo el mundo lo hace. Ni será buen reemplazante, en la comida, de la conversación de los padres el programa de televisión.
Y ¡cuántas cosas más, señores, podríamos enumerar que, poco a poco, van liquidando y amezquindando a la familia.
Pero ¡qué grave es esto! Porque no solo engendra problemas personales. Derribar la familia es desmantelar la sociedad.

Las relaciones con el resto de los hombres se verán marcadas para siempre por la calidad y riqueza de las relaciones que hayamos sabido mantener, desde pequeños, con los nuestros, en el seno de la familia.
Destruir o empobrecer los hogares no solo es condicionar negativamente desde el vamos la vida de los individuos sino envenenar en su núcleo más vital el todo de la sociedad.

Porque, vean, estamos conceptualmente mal habituados. Los censos nos dicen que los países tienen tantos habitantes, que en las elecciones va a intervenir tal número de electores, o que el rédito per capita nacional es determinada cifra. Y todo eso es irreal, a pesar de su contundencia estadística. Porque a los países no los forma la suma de los individuos. Los hombres aislados no existen –excepto en los manicomios o en las islas desiertas‑ lo que existen son las familias.
Y eso lo sabe cualquiera que se examine honestamente a si mismo ¿acaso el éxito o el fracaso en nuestras vidas, nuestra felicidad o nuestra desgracia no depende casi totalmente de lo que pasa en nuestras familias? ¿De qué vale todo el dinero del mundo si mi matrimonio ha fracaso? La madre que estrecha a su hijito contra su pecho ¿acaso mudaría su felicidad por mil primeros premios de lotería?
Papá y mamá que han sentido la ternura del beso que han dado a sus hijos pequeños o ya crecidos ¿díganme si han hallado dicha que a eso se asemeje? Hermanos verdaderos ¿qué amistad –en las buenas y en las malas‑ puede asemejarse a la de Vds.?
Y, si estos ejemplos no les convencen ¿qué dolor más grande en la vida de un hombre que una desgracia en medio de los suyos? Una muerte, una separación, una pelea.
¿Y qué son los grandes dolores de la humanidad sino la multiplicación de los grandes dolores de familia? Porque en estas catástrofes que llamamos guerras o guerrillas –Vietnam, Palestina, Líbano, terremotos, hambre‑  no son las escuetas cifras de los muertos y heridos los que nos dan la verdadera dimensión de la tragedia. Es el desquiciamiento de las familias, la extinción de los hogares queridos, el dolor del padre, del hijo, del hermano, los que se suman y multiplican para llenar con sus lágrimas toda la tierra.

Por eso, papás y mamás aquí presentes y jóvenes que un día piensan tener un hogar. Podrán Vds. ser excelentes profesionales, ganar sueldos de auto y veraneo en Punta del Este, ser estimados por superiores, conocidos e inferiores, pero si, por culpa de Vds., no han sabido edificar en el amor y la comprensión a sus familias, no necesito decirles que en casi lo más importante han fracasado.
Y, a los jóvenes –siempre con sus grandes ideales‑: quizá nunca lleguen a presidente o ministros para arreglar el país, el mundo ‑y aunque lleguen verán que las cosas no se arreglan por decreto ni con paredones‑ pero sepan que si tienen por delante una empresa estupenda y que gracias a la sabiduría de Dios está al alcance de todos, aún de los más humildes, esa es llevar adelante la comunidad viviente de un hogar cristiano.
Otras banderas serán más vistosas de seguir, más vocingleras y atractivas, pero si hay algo realmente capaz de llenar en serio, aquí en la tierra, el corazón del hombre y construir desde sus cimientos las sociedades, eso es la familia.
Jesús, José y María, los inspiren.

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