Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 63
Noviembre, 2000

  NOVIEMBRE 2000

Con Noviembre culmina el Año litúrgico, el ciclo con el que la Iglesia mide su transcurrir en este mundo que pasa , en espera del venidero, del definitivo. Generalmente, el último Domingo de este mes y es el caso en este año, celebra a su Rey y Señor, Jesucristo, para reiniciar el cómputo con el Adviento, una semana después.

Así, todo el tiempo de la Iglesia (que es también el nuestro pues somos sus miembros, incorporados a Ella por el Bautismo) es un grande Adviento; tiempo de espera y de esperanza, de lucha y de fortaleza, de tribulaciones y de paciencia, de destellos de alegría y de gozo en el Señor. Aunque llamemos “Adviento” propiamente al mes que precede a la Navidad, como su preparación próxima, es tal (“advenimiento”, venida) el tiempo todo de la humanidad.

Durante siglos, un anhelo inextinguible aleteó en el corazón de los hombres: ¡un salvador, un liberador, alguien capaz de arrancarnos definitivamente de los males de esta vida, de traernos la paz y la verdadera alegría!. Este deseo fue tomando forma y expresión propia en el pueblo de Israel, en la certeza de que Dios les enviaría el Mesías Redentor, un “goel”, un “rescatador”, que sería un Ungido del Señor, el Esperado de las naciones, el Rey de Israel.

De este modo, todo ese extenso período que llamamos “antes de Cristo” no es sino un grande y primer Adviento, cuya tensión fue incrementándose a medida que los años los siglos pasaban y las creaciones humanas, aun las más sublimes, las más egregias, las más nobles, caían inexorablemente bajo el peso de sus propias limitaciones.

Y llegó la plenitud de los tiempos y con ella, el cumplimiento de las promesas de Dios.

Tras la venida primera del Cristo, en ese gran arco que se abre con la Encarnación del Verbo de Dios y se cierra con la Ascensión de Jesucristo a los Cielos, la Iglesia, depositaria de Su misma misión salvífica, vive su propio Adviento. Cada día, tras la Consagración de las Especies Eucarísticas, ante el Cristo vivo, presente en el altar, exclama a una sola voz: Anunciamos Tu muerte, proclamamos Tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús! . Porque “aguardamos la alegre esperanza como escribe San Pablo en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo” (Ti 2, 13). Aguardamos su Venida, segunda y definitiva; la parusía , los Cielos nuevos y la tierra nueva, la aparición (visible, audible, palpable) de la nueva Creación, realizada y consumada ya en Cristo y su Madre bendita.

Por eso, el ciclo de Año litúrgico se cierra con la gran Solemnidad de Cristo Rey, expresando con ello la fe que confesamos en el Credo: “de nuevo vendrá con gloria, a juzgar a vivos y a muertos, y su Reino no tendrá fin” En ese día, la Iglesia canta: “Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat (Cristo vence, reina, impera)”. Por su parte, los ritos católicos orientales tienen una antífona propia para cantar la reyecía de Jesucristo:

¿Quién eres Tú, Rey transfigurado, y Tú, la Reina coronada por el Rey, Tú quién eres?, ¿cuál es el secreto de vuestra realeza?, ¿cómo llegar a ser súbditos del Reino del Amor sin medida?.

Nuestro secreto es el Misterio sin palabras, es el Amor que se da hasta la muerte; es mi Corazón traspasado, dice el Rey de Gloria; es mi corazón traspasado, dice la Reina revestida de la Gloria del Rey.

Es que María Santísima está inseparablemente unida a su Hijo en este designio salvífico de Dios. Aquella plenitud de los tiempos que hemos mencionado, bien puede considerarse iniciada en el momento de la concepción inmaculada de la que sería Madre de Dios (fiesta que celebraremos el 8 de diciembre); y, el gran arco de la realización de la nueva Creación, que supone el Hombre nuevo y también la Mujer nueva, bien puede decirse que se cierra con la Asunción de María. Por eso, la liturgia oriental que ha remarcado más que la nuestra esta unión especialísima de Cristo y María canta conjuntamente la Realeza de ambos: canta al Rey de Gloria y a su Reina, revestida de la Gloria del Rey.

Noviembre se inicia con la Solemnidad de todos los Santos, de los cuales María es la primera y el paradigma, la “Toda Santa”. Al día siguiente, se conmemora a los fieles difuntos (las “benditas almas del Purgatorio” como los ha llamado la devoción popular), que son también santos, por cuanto han muerto en gracia de Dios. Así, en este mes, la Iglesia toda militante o peregrina, purgante y triunfante o gloriosa se une en la confesión del Dios tres veces Santo que por Amor nos ha creado, nos ha redimido, nos ha santificado y nos concede un ámbito en Su propia intimidad.

Pero, en estas latitudes, Noviembre es también el mes de María, que es figura de la Iglesia y su realización más plena. Quiera Ella, en estos días, revelarnos el secreto de su Realeza, para que también nosotros lleguemos a ser súbditos del Reino del Amor sin medida.

 

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