Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 59
JULIO, 2000

JULIO 2000

Aquellos que se tenían por “justos” -escribas y fariseos- se escandalizaban de Jesús porque, según ellos, comía con “pecadores y prostitutas” ; es decir, no evitaba el trato con gente impura, haciéndose Él mismo impuro, según sus cánones de pureza ritual. En efecto, Jesús, en quien no hay acepción de personas , condescendía a compartir su mesa con todos: publicanos y fariseos, santos y pecadores, mujeres honestas y no tanto, buscando siempre revelar el Rostro amoroso del Padre a quienes a Él se acercaban.

En este contexto hay que leer uno de los textos evangélicos referentes al arrepentimiento y al perdón más citados por el Santo Padre en sus discursos de este años jubilar: el de Lucas 7, 36-50 -la mujer pecadora que, en el banquete al cual Simón, el observante fariseo, convida a Jesús, lava sus pies y los seca con sus cabellos, siendo perdonada por éste-.

Simón había invitado al Señor a comer. No era, según se desprende del texto, uno de sus discípulos secretos -como aquel otro fariseo, Nicodemo-, sino uno de los tantos para quienes Jesús constituía un interrogante, una curiosidad, incluso -quizá- una diversión. Nuestro hombrecillo era lo que hoy llamaríamos un snob. Su acreditado nombre, su solvencia económica, su ubicación religioso-política estratégica le permitían ciertas libertades. Podía jugar a “amplio de criterio” y recibir en su casa al cuestionado Rabí, in­cluidos algunos de los zaparrastrosos galileos que lo acompañaban a guisa de discípulos. No obstante, no lo recibe como a un par. Marca las diferencias entre él y el poco ortodoxo maestro. No le dispensa todas las atenciones que la etiqueta indicaba -ósculo de bienvenida, lavado de los pies-. Mantiene la distancia, efectiva y afec­tiva, lo mira en silencio, lo juzga en su corazón...

De pronto, irrumpe una mujer inesperada. Aunque la predicación comúnmente la ha pre­sentado como una prostituta , el texto nada dice al respecto; se limita a señalar que era una pecadora en la ciudad. ¿quizá una separada y vuelta a juntar? ¿una mujer 'liberada'? ¿una aristócrata o pudiente que hasta ahora ha dado poco ejemplo de piedad? Lo que sí dice -desprendiéndose de una lectura inteligente- es que se trataba de una “señora de sociedad”, probablemente la mujer o la hija de algún influyente fariseo. Es notable que haya entrado en la casa de Simón sin encontrar oposición y que, supuesto que se hubiera “colado”, éste no la hubiera hecho expulsar.

Caminando, aunque turbada, decididamente, la cabeza erguida con algo de desafío, elegantemente vestida, llevando casi procesionalmente el valioso vaso de alabastro que contenía ungüento de suave fragancia, la vemos ingresar en la casa, atravesar atrios, galerías y salas, hasta llegar a aquella del banquete, ante la pasividad de la servidumbre y la vergüenza de la familia de Simón. Entonces, ve a Jesús y, tras un instante de vacilación, se acerca.

En la presencia del Maestro que, como todos los comensales, está recostado, a la manera romana, en un diván, con la cabeza hacia la mesa, la mujer no permanece de pie ni a distancia; ni siquiera se anima a colocarse delante de Él. “Permanece detrás, junto a Sus pies”, dice el Evangelista. Y, violando toda regla de aquella sociedad estereotipada, prorrumpe en llanto y se entrega a besar los pies de Jesús; y soltando su pelo -gesto íntimo que se reservaba para el esposo o para la soledad-, lo derrama también sobre aquellos pies cubiertos del polvo del camino.

La sorpresa inicial y el malestar del primer momento dan paso al estupor y al disgusto amargo. Simón no da crédito a sus ojos, ¡tanta vulgaridad en su propia casa!; seguramente evita mirar a su propia mujer, quien acaba de retirarse, ofendida, dejando tras de sí una estela de quejas y exclamaciones.

Simón desprecia a la pecadora que lo afrenta con su presencia y su insolencia; pero, mucho más al Rabí, que permanece tranquilo, soportando lágrimas y besos ¡y ese antojo de enjugarle los pies con los cabellos! “Si éste fuera profeta sabría... ”-piensa en su corazón. Y Jesús, que conoce lo que hay en el corazón del hombre, le dice:

- Simón, tengo una cosa que decirte.

- Di, Maestro.

- Un hombre tenía dos deudores: el uno le debía 500 denarios, el otro, 50. No teniendo ellos con qué pagarle, les perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?

- Entiendo que aquel a quien perdonó más.

- Rectamente juzgaste - le dice el Señor.

El fariseo juzga rectamente, pero se queda corto. Porque no descubre la gratuidad del Amor salvífico del Padre; porque le falta amor. Se tiene a sí mismo por justo y piensa que bien merece que Dios lo premie Quizás sin advertirlo, se ubica en el lugar del aquel que perdona, no en el de quien necesita ser perdonado... Jesús lo advierte y lo corrige suavemente, poniéndole de ejemplo a la contrita pecadora: tú no tal cosa, ella en cambio... Y concluye:

- Por eso te digo: (a ella) le son perdonados sus muchos pecados porque amó mucho.

Implícitamente, le dice -como a aquel que le preguntó quién era su prójimo-: Anda y haz tú de la misma manera (Lc 10, 37b)

Quizás también nosotros, aún con clase, educadamente, hemos vivido una vida incoherente con nuestra condición cristiana: muchos conocen lo desarreglado de nuestro comporta­miento, las concesiones que hemos hecho en nuestras vidas a criterios no cristianos para andar bien en sociedad, para satisfacer nuestros sentimientos y placeres, nuestros atrevimientos de hombres o mujeres liberados. Nos cuesta confesarnos, ceder en nuestras posiciones o, quizá, no queremos renunciar aún a esas supuestas libertades o situaciones irregulares. Quizá sea este año jubilar, en donde el ambiente está cargado de la misericordia de Jesús, ocasión de dar testimonio ante los demás de que deseamos intentar volver al camino de Jesús... Darnos cuenta, también, de que en el confesio­nario no nos está esperando un juez ni alguien que quiere triunfar sobre nuestra humillación, sino un representante de Aquel que vino no a juzgar sino a perdonar. Vayamos con nuestros perfumes y nuestras lágrimas interiores a abrazarnos a los pies, cansados de buscarnos, de Jesús.

Pero a lo mejor también podemos sacar en­señanzas de la actitud del fariseo. Algo, quizás mucho, de Simón hay en cada uno de nosotros. Como él, juzgamos duramente, condenamos en nuestro corazón, nos creemos justos. Aunque hablemos de conversión y de gracia, de la fuerza de los sacramentos y de la misericordia de Dios, a menudo olvidamos todo esto y tenemos a tal o cual por pecador en la ciudad ; nos ofende su presencia, medimos todos sus actos con nuestro estrecho criterio, lo miramos con nuestro ojo miope, con nuestro ojo malo. Por eso, aun cuando nuestro juicio acerca de un acto determi­nado de esa persona fuese acertado, nos quedamos cortos. Porque nos falta caridad.

Que María Santísima, nuestra admirable Madre, obtenga para nosotros aquella caridad que cubre la multitud de los pecados (propios y ajenos), a fin de que, amando mucho, nos sean perdonados, también a nosotros, la multitud de nuestros pecados.

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