Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 49
Agosto, 1999

AGOSTO 1999

El trienio preparatorio al jubileo del año 2000, finaliza con este año dedicado a meditar en la figura del Padre. Los musulmanes suelen burlarse de los católicos, atribuyéndoles una grosera concepción biológica de la divinidad. ¿Cómo Dios, espíritu puro, va a engendrar hijos? ¿Cómo va a tener descendencia?

Sin más que, si la paternidad se redujera a la pura procreación genética, atribuir semejante propagación a lo divino sería caer en burdas concepciones míticas, inaceptables para ningún pensamiento más o menos serio.

Pero es que ni siquiera a nivel de lo puramente humano la paternidad se reduce a lo crasamente material. Incluso dejando de lado la complejidad maravillosa de la función reproductiva, descubierta por los genetistas contemporáneos, que lleva a los progenitores a donar cada uno la mitad de la información genética necesaria para engendrar una nueva persona, es sabido que el ser humano más se define como tal por aquello que recibe como educación que lo que alcanza a partir del solo patrimonio hereditario. También lo que llevan las células germinales es información: la información necesaria para construir, a partir de la materia y alimentación que brinda la madre, un nuevo individuo humano. Una especie de gran enciclopedia en donde están escritas, en el lenguaje del código genético, las instrucciones según las cuales deberá formarse el hombre o la mujer. Pero desde que el pequeño cachorro nace a la luz, ya no solo necesitará la sopa de letras del alimento que le hará crecer y desarrollar sus órganos y su envergadura corpórea, sino el de la información con que le irán programando sus sofisticados circuitos cerebrales y cordiales aquellos que están naturalmente a su cuidado: sus padres. Ellos son quienes, a la manera de un programador de una computadora que con sus solos circuitos electrónicos no sirve para nada si aquel no le insufla el 'soft'-el DOS, el Windows, el Excel...-: ellos son -los padres- quienes llevan a verdadera madurez humana lo que reciben de la naturaleza como mero proyecto biológico. El padre y la madre son quienes, fundamentalmente, van informando ese pequeño cerebro y corazón de sus pequeños hijos dispuestos a cualquier cosa y dirigiéndolos según el proyecto de hombre o mujer que Dios ha pensado desde todos los tiempos para éstos. Si ellos no lo hacen -y bien- difícilmente haya nadie que pueda suplir sus impares papeles.

Es sabido que, en el hombre, el instrumento más importante de esa información, de ese crecimiento, sobre todo cerebral, lo cumple la palabra, mediante la cual no solo se imparten las nociones y los valores, sino también las indicaciones y las órdenes. La palabra, en el ser humano, es el instrumento por antonomasia de la información -¡y también de la autoridad!-.

La antigüedad, desde el craso error biológico que atribuía al varón ser el depositante de la semilla llena de información genética y a la mujer mera receptora material de ésta, a la manera de una tierra sembrada y, por necesidades propias de una supervivencia toda basada en la fuerza y las habilidades bélicas, hizo del varón -a la vez dador de la semilla, ejemplo de cualidades guerreras, protector de la mujer y de la prole y autoridad indiscutible en casi todos los órdenes de la vida- el modelo de progenitor por excelencia: el padre. A la mujer quedó reservado un papel más bien pasivo, girando alrededor del varón y sirviendo sus necesidades primariamente alimenticias y afectivas.

El cristianismo mucho contribuyó -en la igualdad que Jesús predicaba de varón y de mujer, sobre todo en cuestiones eclesiales y matrimoniales- a moderar este dualismo dominador entre macho y hembra que aún sobrevive lamentablemente en otras religiones y civilizaciones. Aún así, en los paradigmas culturales, a lo femenino sigue compitiendo más bien la formación cordial, afectiva, estética, compasiva, intuitiva, que lo propiamente intelectual y creativo, aunque hoy, de hecho, los papeles se distribuyan mucho menos rígidamente.

Empero cuando se trató de proyectar a Dios algún concepto humano que lo definiera con respecto a nosotros -con todas las correcciones propias de tal atribución, desde su significado creatural a la trascendencia propia del Creador- el término simbólico que más se adaptó al ser de Dios fue el de Padre. Este uso se hizo tanto más apropiado cuanto en el mismo medio de Israel el ser padre ya no estaba asociado indisolublemente a la procreación genética: era más padre verdadero el adoptivo educador y protector, que el indiferente e irresponsable. Eran sobre todo 'padres' los maestros de Israel, a quienes así llamaban sus discípulos, y que eran quienes antonomásticamente educaban a estos, sus 'hijos', por medio de la 'palabra'.

De allí que, propiamente, el cristianismo, comenzó a llamar de modo especial 'Padre' al 'Padre de Jesús', el Padre que lo engendra totalmente según su 'Palabra'. "Hágase en mi según Tu Palabra", responde la santísima Virgen en la Anunciación. Y así, el Hijo, será, en el evangelio de Juan, sencillamente, la 'Palabra', el 'Verbo'. El 'dicho', el totalmente 'enseñado' por el Padre.

Es así que este año, dedicado por Su Santidad Juan Pablo II a reflexionar sobre la Persona del Padre, tiene que redundar indisolublemente en el meditar sobre nuestra condición de hijos. ¿Eso qué significa? ¿Sólo el vivir de la confianza que nos daría un buen padre que nos hubiera traído biológicamente al mundo? ¿No será más bien el de dejarnos moderar verdaderamente como hijos haciendo carne en nosotros su palabra? ¿No seremos solamente sus hijos en la medida en que la palabra plasmada en el seno de la Virgen sea la que norme nuestra conducta, programe nuestras actitudes, modele nuestras maneras de ver y de actuar? ¿No será ver a Dios como padre, el dejar de lado todos nuestros extravíos, nuestras indiferencias, nuestras peleas entre hermanos, nuestra lejanía de Él, para retornar como el hijo pródigo a su pies, mediante el sacramento de la penitencia, y comenzar de una vez a actuar como hijos, dejándonos conducir por la palabra y la firmeza del Padre?

Pero no olvidemos que la paternidad es algo mucho más completo que lo que la tradición ancestral de cierta cultura machista hizo prevalecer en largos segmentos de la incultura humana. La paternidad de Dios desborda lo puramente masculino y aunque ello ya estaba insinuado en el Antiguo Testamento -como bien lo señaló Juan Pablo II en su carta apostólica "Mulieris Dignitatem" (Is 42, 14; 46, 3-4; 49, 14-15; 66, 13; Sal 131, 2-3)- se nos hace ver de manera sublime y elocuentísima en la impar figura de María. Ella es la concreción concreta e inconfusa del rostro materno de Dios. Jesús no sólo hace a Dios "Padre mío y padre vuestro" -anuncio esencial del cristianismo-: la nueva filiación en el Espíritu que llena de asombro a Nicodemo (Jn 3, 5-8)- sino que, al pie de la cruz (Jn 19, 27), completa esa filiación con la copaternidad de María, la madre. Toda la riqueza de la paternidad humana, vivida en la complementariedad del varón y de la mujer y sublimada en la plenitud del comunicativo amor divino, se significa no sólo en la Paternidad de Dios significada humanamente en nuestro pobres términos -¡padre!-, sino en el concretísimo amor de una mujer, María, entregada por Jesús a todos sus hermanos como Madre. Promovida a esa maternidad universal -y al mismo tiempo cercana y tierna a cada uno- mediante su Exaltación a los cielos. Esa Asunción con que la Iglesia adorna bellamente este mes de Agosto como glorificación de María, plenitud del Padre y timbre de orgullo para cualquier mujer, que puede ver en este dogma de la Iglesia el papel insuperable que lo materno y femenino guarda no sólo en la historia de los hombres, sino en la historia de amor que lleva a la eterna Salvación .

 

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