Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 46
MAYO, 1999

Mayo 1999

Pascua de Resurrección, la victoria de Jesucristo sobre la muerte, su exaltación a la derecha del Padre, es el acontecimiento más formidable de la historia de la humanidad, más aún, de la historia del Universo. Un paso ¡un salto! mucho más colosal que el de la materia a la vida -hace más de cuatro mil millones de años; al menos en nuestro sistema planetario-, que el de la vida al pensamiento -hace quizá más de cien mil años, en la aparición de los primeros seres humanos-. En la Resurrección, lo humano, en Jesucristo, alcanza categoría divina. " Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre " (Fil 2,9); " lo resucitó y lo hizo sentar a su derecha en el cielo " (Ef 1, 20); " se sentó a la derecha del trono de Dios en lo más alto del cielo " (Hb 1,3). Todos los demás progresos de la materia y de la historia del cosmos se daban dentro del orden de lo creado, de lo finito, de lo ubicado en el tiempo y el espacio. La Resurrección, en cambio, excede ese marco inconmensurablemente: salta la infinita distancia de lo creado a lo divino, de lo temporal a lo eterno. No es algo que surja de las posibilidades de la materia o de lo humano, incapaces de trascender por si solos sus propios límites; es la obra misericordiosa y excedentemente gratuita de Dios que quiere elevar al hombre creado a su propio existir. Dios, mediante la Resurrección, entroniza a Jesús, hijo de María santísima, como a su propio Hijo. "Nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 4).

Pero este hecho portentoso de la Resurrección de Cristo sería totalmente irrelevante para nosotros, más allá de la admiración u orgullo que pudiera despertar el que alguien de nuestra raza alcanzara semejante nivel, si esa misma promoción y ascenso no pudiera a nosotros alcanzarnos de alguna manera; si también nosotros no accediéramos como Jesús a ser, de algún modo, "sus hijos".

Y, de hecho, Jesús resucitado no solo consigue para Él su condición divina, sino que desde la de­recha del Padre es capaz de insuflarla a nosotros por medio del Espíritu. El mismo Espíritu que se identifica con el vivir divino, el mismo Espíritu que vivificó a Jesús, es el que ahora Jesús, como Señor y Salvador (Hech 5, 30-32; 10, 36-43), es capaz de soplar, a los que en El creen, para transfor­marlos y hacerlos hijos de Dios. "Dios envió a nuestro interior el espíritu de su hijo" (Gal 4,6).

Es por ello que el ciclo pascual se cierra con la solemnidad de Pentecostés. Pentecostés es la Pas­cua extendiéndose, mediante el Espíritu de Jesús, a todos los creyentes.

El mismo Espíritu que hace a Jesús Hijo de Dios y lo pone tú a tú frente al Padre, es el que ahora se infunde en nuestros corazones y nos hace sus hermanos, " destinándonos desde entonces a re­producir en nosotros los rasgos de su hijo " (Rm 8, 29).

El hombre por su condición natural, por nacimiento, no es hijo de Dios. Lo es solo en sentido metafórico, a la manera como podemos decir que una obra de arte es hija de su autor. Hijo solo es el que participa, por generación, de la misma naturaleza o especie que su padre. El hombre es solamente criatura de Dios, no hijo. Solo Jesucristo, el Hijo eterno del Padre hecho carne en el seno de María, es verdaderamente Hijo de Dios. Solo, en la medida en que participamos de su naturaleza en el Espíritu, es como podemos llegar nosotros, por gracia, a ser también partícipes de esa filiación y ser verdaderamente hijos. Ese "Espíritu de su Hijo que en nosotros clama: ¡Abbá, Padre! "... " y que nos hace hijos y herederos " (Gal 4 6-7) de Dios.

Pentecostés, completando para nosotros la Pas­cua, nos inserta, pues, en el misterio de la vida trinitaria. Esa Trinidad que será tema de nuestra meditación el último domingo de Mayo, primero después de Pentecostés. A imagen del Hijo, somos vivificados en el Espíritu que nos hace ver a Dios como Padre.

Esa paternidad que, en Dios, quiere nuestro Papa Juan Pablo II que, este año último de prepa­ración al tercer milenio, contemplemos y vivamos especialmente. Tomemos conciencia alborozada de que, a pesar de todas las penas, dificultades y abandonos que podamos experimentar en este mundo, el Dios que, como Creador, maneja desde la más grande de las galaxias hasta el último de los átomos, es, al mismo tiempo, nuestro amantísimo Padre y todo lo encamina para nuestro bien.

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