Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 44
MARZO, 1999

Cuaresma

Marzo nos introduce plenamente en el tiempo de Cuaresma. Pasadas las vacaciones, iniciadas las clases, los exámenes, el trabajo en serio, este mes se abre en perspectiva a un largo año que terminará en las fiestas que anunciarán el próximo milenio.

Pero el milenio a nosotros poco nos interesa. Es una cifra convencional, que a los más viejos nos hacía soñar con "¡lo que veríamos en el año 2000!" y "¿llegaríamos a él?". Ciertamente el fin de siglo no nos ha defraudado: los inventos vertiginosos que se suceden, el mundo de los ordenadores, los satélites artificiales, los avances en la medicina... poco lugar dejan ya para los cuentos de fantasía científica. Pero, en fin, lo que importa para cada uno no es el siglo, son los próximos días, lo que viene del año, este tiempo a nivel humano -que se mide no en milenios, sino cuanto mucho en decenios, en lustros- y que concretamente ahora mediremos en meses: los meses que hemos de aprovechar para que 1999 sirva para nuestro crecimiento humano y espiritual.

Cuaresma, colocada en nuestro hemisferio a comienzos del año lectivo y laboral, nos sirve para prepararnos a un fructífero y pascual uso de nuestro tiempo. Ese tiempo de vida no ilimitado que Dios nos da para desarrollarnos, para hacernos más hombres, para hacernos más cristianos, es decir más santos. Lo cual es poco decir, porque queremos hacernos más santos, más cristianos, porque lo que interesa es alcanzar la felicidad plena del cielo. Los cristianos sabemos que esta vida no es nuestro ser definitivo. En ella se juega, sin duda, lo definitivo de nuestro ser, pero no es nuestro ser definitivo: es tiempo de paso, de ganancia, de lucha, de combate, de aislados reposos que nos dan fuerza para seguir adelante, pero donde no podemos detenernos ni fijar nuestros objetivos.

La meta es la Pascua, la Resurrección, el traslado de nuestras humanas personas a lo definitivo de la Vida Divina. Para eso hemos sido creados, para eso se nos da este pregusto del existir que es nuestra biología terrena. La misma ciencia nos habla de la transitoriedad del universo, de su esencial temporalidad y de su destino de finitud y de muerte.

No es la evolución ni el progreso, pues, sino la Resurrección, la intervención pascual del Padre en el Hijo mediante el Espíritu, lo que salvará al mundo hacia los cielos nuevos y tierra nuevas preanunciados por el Apocalipsis y a nuestras propias existencias mortales.

Es esa Pascua, esa Resurrección definitiva, ese Cielo fulgurante de vitalidad divina, ese llamado a compartir la opulencia de Dios mediante el Amor, lo que ha de posesionarse fuertemente del horizonte último de todas mis acciones si real­mente quiero vivir como cristiano.

Si ese horizonte último lo constituye mi yo, o mi mera expansión material, o mis comodidades y placeres, o los bienes que puedo adquirir en los repletos supermercados del mundo, o aún mi solo ensanchamiento humano, perdiendo el único objetivo que hace valiosa la vida transitoria del hombre en esta tierra, automáticamente pierdo mi condición cristiana, yerro el camino, no doy en el blanco, ¡peco!... (Que eso quiere decir "pecar" en latín: no dar en el blanco).

Por eso la Cuaresma es tiempo de conversión, de rectificación de ideas, intenciones y conductas, pero también -aunque en estas épocas hedonistas y anestésicas suene anacrónico decirlo- época de privaciones y austeridad. La Iglesia quiere que sepamos probarnos a nosotros mismos que no estamos esclavizados por nuestras comodidades, nuestros apetitos, nuestros bienes; que no ponemos nuestro fin en ellos y que, por eso mismo, somos capaces, cuando queremos, de obviarlos. Ese es el sentido de nuestros ayunos, de la abstinencia, de ciertas incomodidades asumidas, de desprendimientos generosos, de incluso humillaciones que somos capaces de sufrir voluntariamente para mostrar a Dios que lo amamos más que todas las cosas.

Si esos gestos de desprendimiento y desa­pego contribuyen al mismo tiempo al bien de nuestro prójimo, en forma de limosna, de tiempo dedicado, de atención prestada a angustias de nues­tros hermanos ¡mejor aún! Si además nos sirven para unirnos al despojo amoroso y expiatorio de Cristo ¡óptimo! La Cuaresma nos encaminará así, con más decisión, al gozo de la Pascua, en donde el amor a Dios y a nuestros hermanos, ejercido con paciencia y penitencia en esta vida, será transformado en puro júbilo de permanente y definitiva comunión.

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