Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 24
MAYO, 1997

MAYO

Este mes despierta en la mente de los argentinos el recuerdo de nuestra principal fiesta patria: la conmemoración de aquel acontecimiento del 25 del año 1810 que marcó el nacimiento de nuestro país a la vida independiente.

Al mismo tiempo la Iglesia culmina el ciclo de Pascua con la fiesta de Pentecostés y, después de ponerse en actitud de adoración frente a la Trinidad en su solemnidad, recomienza el tiempo 'durante el año'. Desde afuera este cambio se reflejará en el trueque de los ornamentos blancos que habremos utilizado hasta entonces, por los de color verde que ahora usaremos -salvo en las conmemoraciones de los santos y otras fiestas especiales- durante el resto del año, hasta Adviento.

El verde representa el tiempo normal, el de la vida, el de la esperanza, el del camino cotidiano que va jalonando nuestras existencias en este mundo pero, que, desde la Pascua, significa, en el bautizado, vivir a impulsos de la existencia renovada que nos ha obtenido Cristo ascendiendo su humanidad al cielo y enviándonos al Espíritu Santo.

Precisamente Pentecostés vendría a ser, en la liturgia católica, el paralelo al 25 de Mayo en la liturgia profana. Se trata del nacimiento de la Iglesia, como ya en el antiguo testamento Pentecostés celebraba el día de la entrega de la Ley, los diez mandamientos, en el Sinaí, es decir el renacimiento del pueblo informe que había salido huyendo de Egipto y su transforma­ción en verdadera nación.

También Pentecostés conmemora el inicio de la Iglesia como tal, es decir el surgir de un nuevo pueblo unificado en un mismo Espíritu y una misma misión. Esto es precisamente lo que diferencia la Iglesia de cualquier otra sociedad: no se trata de un conjunto de seres humanos unidos por una misma constitución o ley, ni por compartir un territorio común, ni una determinada cultura expresada en lenguajes nacionales, sino de hombres y mujeres unificados por el mismo impulso interior transformante de la gracia.

Ciertamente la Iglesia tiene un derecho y una moral propias, pero no es esta ética lo que le da su verdadera esencia sino la eleva­ción que experimentan sus miembros desde su fisiología puramente humana a la vitalidad de orden superior que les permite acceder a lo divino y que les es infundida en sus corazones por el Espíritu Santo. Ese Espíritu Santo que siendo el respirar mismo de la vida de amor de la divina Trinidad, se transforma en transfusión de Vida divina a nosotros. Tanto es así que todo lo legal y moralista de nuestra Iglesia ad­quiere sentido superior porque asumido por el amor de Caridad que es el fruto principal del soplar del Espíritu y, sin esa Caridad, no serviría para nada. El territorio común de la Iglesia es todo el universo creado, allí donde haya llegado o llegue alguna vez un cristiano y, el definitivo será los 'nuevos cielos y la nueva tierra' que creará Dios para esta nueva raza de hombres divinizados. La cultura cristiana es la asimilación de todo lo bueno que hay o haya en cualquier cultura y que es vivida por la Iglesia, alentada por el Espíritu, en el amor a Dios y a los demás.

Que ese Espíritu Santo que desde el bautismo se ha instalado realmente, como nueva potencia de vida, en nuestro ser se expanda en savia fecunda, cristiana, 'llena de gracia' y no sea impedida en su maravilloso vuelo de santidad por nuestras indiferencias, nuestros problemas pequeños, nuestras debilidades, nuestros egoísmos y nuestras distracciones.

Que desde su maternidad divina, María, Nuestra Señora de Luján, sepa despertar, con su cariño de Madre admirable, esta vida cristiana que, a pesar de nuestra edad, en nuestro ser y actuar de tibios cristianos, sigue siendo, para tantos, infantil, inmadura, sin garra ni entusiasmo y la lleve a plenitud de adultez y de alegría.

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