Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 20
DICIEMBRE, 1996

NAVIDAD

Navidad vuelve otra vez -aún en el profano clima festivo que aprovechan los shopping y los comerciantes para aumentar sus alicaídas ventas- a empapar Diciembre con su clima de alegría y esperanza. Es verdad que nuestra gran fiesta cristiana ha perdido gran parte de su profundidad religiosa; sin embargo, mantiene su sabor sencillo a festejo de familia, despierta en todos la gana de la cordialidad y del reencuentro, promueve la sonrisa y los sanos instintos de la gente. Todo esto tanto más necesario en un ambiente social que, en los últimos años, se ha ido enrareciendo paulatinamente, provocando enojos, protestas, acusaciones mutuas, sospechas, rencores, enojos. Basta salir en Buenos Aires a la calle para encontrarse con bocinazos, rostros alterados, gente apresurada, tráfico impaciente., reflejo de la inquietud familiar y laboral que se vive en la competencia, en el miedo al desempleo, en el trato distante o crispado entre los de una misma casa o un mismo trabajo.

La escena sencilla de Belén, retrato de la vida reducido a lo esencial: el amor robusto, serio y casto entre un varón y una mujer, el nacer de una vida, la serenidad feliz vivida en la austeridad de la pobreza digna, tocan resortes muy profundos del hombre y que despiertan lo mejor de lo que lleva dentro suyo.

Es una lástima que detalles secundarios -aunque legítimos- de las costumbres navideñas, como el árbol de Navidad y el algo ridículo ' santaclaus ', transpirando en pleno verano con sus barbas blancas y sus sofocantes trajes colorados, tiendan a perturbar la escena evangélica del pesebre. A pesar de ello el nombre de Navidad, Natividad, es inequívoco: lo central es el nacimiento del Niño.

Pero, si el nacimiento de un niño en el clima de amor de un matrimonio sólido es siempre promesa de esperanza, el nacimiento del Niño que es, a la vez, regalo de vida humana y Vida divina nos abre a una Esperanza que está más allá de las mezquinas posibilidades de este mundo.

El nacer de Jesús, es la introducción en nuestra finita dimensión del tiempo y del espacio, de un terreno de salvación que hace colindar lo temporal y lo eterno, lo sujeto a vejez y decrepitud y lo perennemente joven. En Jesucristo -el hombre unido hipostáticamente a la Persona del Verbo- puede establecerse el tránsito de lo caduco a lo permanente, de lo limitado a lo pleno, de lo humano a lo divino.

Ese tránsito lo hemos iniciado ya, los cristianos, en el renacimiento de nuestro bautismo. Por eso la fiesta de Navidad, que marca el comienzo de la vida divina de Jesús en su marcha hacia la Pascua , ha de despertar en nosotros la conciencia de nuestra dignidad adquirida de hermanos del Verbo hecho carne, elevarnos a la verdadera Esperanza, y alentarnos, en la alegría, a vivir creciendo con Cristo al encuentro de nuestra propia Pascua.

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