Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número:118
NOVIEMBRE, 2005

El gozoso final. Las sÉptimas Moradas


Noviembre marca el fin del año litúrgico. La fiesta de Cristo Rey, que este año celebraremos el domingo 20, nos introduce místicamente en el ámbito de las realidades eternas, pues no se trata de un Rey temporal con solo dominio sobre las cosas pasajeras, sino del Señor del Universo, de éste en gestación y durante toda su historia, y del definitivo.

La solemnidad de Cristo Rey nos invita a levantar el corazón, ansiando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra del Padre, a pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra, porque por Cristo, nuestra vida está escondida con El en Dios (Cfr. Col 3, 1-3); y a esperar su Venida definitiva, que cerrará el ciclo de la historia, cuando todo alcanzará el fin para el cual fue creado: la Gloria del Dios tres veces Santo a quien adoramos, el Dios único en tres Persona a quien confesamos, Trinidad Santísima en cuya intimidad deseamos entrar de una vez y para siempre.

En el clima de esta fiesta ingresamos en el Adviento , los días de espera y de preparación, espejo de nuestra vida, también espera y preparación de la Venida del Señor. La Novia, la Iglesia militante, ha de aprestarse, para que el Esposo la encuentre despierta y adornada, lista para el banquete nupcial.

Bien está entonces que, en este contexto litúrgico, de la mano de la Doctora de Ávila, nos introduzcamos en la lectura de la última morada. Con este numero del Boletín parroquial llegamos al final: a las séptimas moradas del castillo interior, aquellas del matrimonio místico. "Aquí se le comunican (a quien hasta esta intimidad se ha dejado conducir por la Gracia) todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendrían Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos " (Jn 14, 23).

Bueno será que advirtamos que -al menos en este orden de cosas- "el fin" o "el final" del cual hablamos, es la plenitud, la perfección, el acabamiento. Bueno es también tener presente que en este mundo que pasa todas las cosas son perecederas, nada permanece para siempre. De allí que a todos nos diga Jesús lo que a Marta: "Te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola ; que a quien la escoja, no le será quitada" (Cfr. Lc 10, 41). Más bien, una vez alcanzada, esa única cosa necesaria colmará toda ansia, calmará toda pena, borrará todo mal recuerdo, esfumará toda angustia y dilatará el corazón con un gozo sin límites. En esta tierra y mientras vivimos en nuestra carne mortal, esta única cosa necesaria es aquella representada místicamente por María, la hermana de Marta: el matrimonio espiritual con Cristo, que le es dado a quien se deja conducir hasta la séptima morada.

Pero ¿cómo hablar de lo inefable? En estas alturas místicas la palabra se detiene, balbucea, calla, aquí si ' es algo que si no vivís, no lo podés entender' .

Pero no se trata de un estado extático, de arrobamiento permanente. No: no es el noviazgo, ni el desposorio, ni la luna de miel: la séptima morada de la vida interior es el matrimonio estable, definitivo, permanente, en el cual la seguridad de la fidelidad del Esposo hace que todo cambie. Aquí se da una unión de tal índole, profundidad e indisolubilidad que es como "venir los dos a ser una sola carne" (Cfr. Gn 2, 24), porque "queda el alma . hecha una cosa con Dios, . porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar Él de ella" (VII, Cáp. 2, 4). Dios trae cabe Sí a quien tanto ama y le muestra de un modo inefable "la gloria que hay en el cielo", y lo guarda en Su intimidad; de manera que "mientras la divina Majestad la tuviese así de su mano y ella no le ofendiere. ", nada podrá separarla de Él (VII, Cáp. 2, 12).

Pero más al alcance de nuestras pobres palabras están los efectos que en nuestra vida normal este estado nos induce. Convendría, al respecto, leer todo el capítulo tercero de esta morada.

Antes que nada: un calmo y sereno olvido de sí mismo. "Y así de todo lo que puede suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido." (VII, Cáp. 3, 1); el puro deseo de buscar la honra de Dios, en la segura tranquilidad de que " todo lo que Su Majestad hace tiene por bueno " (VII, Cáp. 3, 2). Aquí recuerda Teresa que "mirando por las cosas de Dios, El mira por las nuestras ".

Ya no hay una búsqueda desmañada de la mortificación: lo único que interesa es hacer lo que Dios quiere: "si quisiere que padezca, enhorabuena; si no, no se mata como solía". Y, también, un "gran gozo interior cuando son perseguidas, con mucha más paz que lo que queda dicho y sin ninguna enemistad con los que le hacen mal o desean hacer; antes, le cobran amor particular" (VII, Cáp. 3, 3).

Curiosamente ya no hay deseo de la muerte para llegar cuánto antes al Cielo. Tanta es la seguridad de la recepción final del Esposo, "que ahora solo queda el deseo de vivir para servirlo", y que sea alabado "y de aprovechar algún alma si pudiesen" (.) "y vivir muchos años, aún padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca". (.) "Su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra"

"Verdad es que, algunas veces que se olvida de esto, tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este destierro -en especial viendo lo poco que le sirve-; mas luego torna y mira en si mesma (.) que le tiene consigo y con aquello se contenta, y ofrece a Su Majestad el querer vivir, como una ofrenda la más costosa para ella que le puede dar"

Porque, aún en medio de los trabajos exteriores necesarios a la vida y al cumplimiento de nuestras responsabilidades, que coexisten con este estado interior, conserva "una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría estar sino dándole alabanzas", y una oración de gozo y paz, prácticamente sin sequedades ni alborotos interiores (Cfr. VII, Cáp. 3, 8 y 9).

Quien así es unido al Señor, "no se muda de aquel centro ni pierde la paz, porque El Mismo que la dio a los Apóstoles. se la puede dar a ella" (VII, cap. 2, 8). Esta paz es don y gracia que podemos alcanzar "vaciándonos nosotros todo lo que es criatura y desasiéndonos de ella por amor de Dios, ya que el mismo Señor la ha de henchir de Él".

Sea éste trabajo de desasimiento y servicio nuestra humilde ofrenda al Rey del Universo; sea ésta nuestra tarea de Adviento, de modo que en Su Venida nos encuentre preparados. Nuestra Madre Admirable así nos lo alcance de su bendito Hijo. Amén.

 

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