Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 108
DICIEMBRE, 2004

ADVIENTO 2004

Diciembre tiene, ya desde hace unos cuantos años, sabor navideño por adelantado, pues los comerciantes compiten en el adorno de sus vidrieras y negocios con guirnaldas, pinos, papanoeles, ciervos, trineos y falsos copos de nieve. Clima de anticipada fiesta. Sin embargo, sin perder la alegría, que en nuestro hemisferio se potencia por las próximas vacaciones y fin de clases, diciembre no debería perder su sabor original, bastante diferente: el de la espera, el del Adviento, la preparación en nosotros del camino al Señor que viene.

Esta es la razón del color litúrgico de este tiempo que, como bien sabemos, es el morado, el mismo que se usa en Cuaresma. Se trata de invitar a los fieles a disponerse para recibir al Niño Dios en algo más profundo que el preparativo de los festejos exteriores y la planificación de nuestro veraneo. Y el modo de hacerlo es poniendo en práctica con mayor intensidad y asiduidad los tradicionales medios de la oración, el ayuno (que mal no nos viene para adelgazar en vistas a la pileta y a la playa) y la generosidad con lo nuestro.

Precisamente porque estamos a la espera de “el que viene, cuando armamos el pesebre familiar (usualmente, el 8 de diciembre), dejamos vacía la cuna. Hay quienes prefieren limitarse a disponer el escenario: la gruta, la montaña, algunos arbustos, pastores y ovejas, el buey y el asno. Recién al promediar la novena de Navidad, alrededor del 20 ó 21, colocan a María y a José. El Niño no ocupará su sitio hasta la medianoche del 24, cuando la familia se reúna en torno al pesebre, después de la Misa de Gallo (nombre muy poco apropiado para los horarios actuales), para cantar algún villancico o rezar alguna oración, antes de pasar a la mesa o repartir los regalos. (Aunque todavía los reyes estén lejos. Llegarán al lado del niño solo el seis.)

Pero todo eso solo habrá de ser lo exterior de lo que pasa adentro nuestro. Porque Adviento es tiempo de espera, sí, pero espera activa. No se trata de permanecer caídos de brazos, aguardando a que el mero transcurso de los días nos traiga el gran regalo de Navidad, el único, el auténtico. Jesús nace místicamente sólo en aquellos que se prepararon para recibirlo. Para los demás, para quienes no creen en su Venida o, dicen creer pero no les interesa demasiado, o no les parece necesario disponerse, es como si no naciera. Como ha ocurrido a lo largo de tantos años, y lo decía con tristeza San Juan en el Prólogo a su Evangelio: “ Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron. (Jn 1, 11).

Suyos somos pero solo nos hacemos hijos de Dios y vivimos nuestra condición filial, si en fe y bautismo, renovado constantemente en conversión y penitencia, realmente lo recibimos: Mas, a cuantos Lo recibieron, les dio el poder de venir a ser hijos de Dios, a los que creen en Su Nombre. (Jn 1, 12) ... ” Preciso es que, como adultos que somos, consciente y voluntariamente lo recibamos. Así, la fe que nos es dada en el Bautismo, exige de nosotros ‘actos' de fe; la esperanza requiere ‘actos' concretos de esperanza, y la caridad no informa nuestra vida si no ‘actuamos' movidos por ella, en todo lo que hacemos (y no solamente en lo que vulgarmente llamamos “actos de caridad”).

Así el Adviento bien vivido nos hará gozar una auténtica Navidad, más allá de la alegría ficticia de los comerciantes y los programas soporíferos que para la fecha saca a la fluorescente pantalla todos los años la televisión. El Adviento vivido en la espera atenta de Jesús que viene renovadamente a los suyos. Y que se manifestará y establecerá su morada en aquellos que lo reciban (cf. Jn 14, 21. 23).

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