Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 107
Noviembre, 2004

 Mes de María

Para los feligreses de Madre Admirable , Octubre ha sido, este año, un mes muy especial, mariano, ya que en él celebramos nuestras fiestas patronales, siendo décimo aniversario de la creación de la parroquia. Sin embargo, pensar en la parroquia ha desviado algo nuestra atención, en estos boletines parroquiales, de la figura de nuestra Madre.

El mes de Noviembre, que ahora comenzamos, está dedicado a María en toda la Iglesia. Serán treinta días en los cuales –con particular insistencia, con especial atención- una antigua tradición católica nos invita a tomar conciencia de la presencia maternal de María en nuestras vidas, a cultivar nuestro amor por Ella, a aprender de Ella los secretos de la oración, de la escucha a la Palabra de Dios, de la adoración, de la fidelidad a la gracia. Hagámoslo nosotros desde nuestra advocación parroquial.

Por mano de nuestros misioneros, la imagen de Madre Admirable llega a muchos lugares, incluso más allá de los límites que establece la jurisdicción parroquial. Y también, de muchas partes, vienen hasta aquí numerosos devotos de María, en esta sencilla y poco ruidosa advocación. Sin importar demasiado dónde está cada uno, lo cierto es que Ella nos reúne de algún modo. Nos convoca sin palabras. En estos tiempos en donde las palabras sobran, en la garrulería de periodistas, políticos, predicadores, charlatanes y vendedores de cualquier cosa, es importante que nos demos cuenta de que no es un cuadro, una mera imagen, lo que atrae, a la manera de la pantalla falsa de la televisión y las sonrisas que miran a la cámara pero nada le importan de nosotros, sino una presencia viva: aquella de la Madre de Dios, la admirable Madre, que no podemos ver pero sí podemos experimentar muy real en nuestro diario vivir.

Miremos a María en su figuración de Madre Admirable. Podemos observar una estampa, o el cuadro que está en nuestro templo; mejor aún, la imagen que está en nuestro cerebro y acaricia nuestro corazón. Sirvámonos de esta pintura para comunicarnos con la persona –que sabemos nos ama y nos escucha-: María Santísima, la Mujer resucitada que vive en Dios, Madre de Jesucristo y Madre nuestra, corazón de la Iglesia.

Puestos en su presencia, en su compañía, (cada uno allí donde se encuentre), observemos con atención la actitud exterior de María, que es como un espejo de su actitud interior. La vemos recogida, atraída por algo que acontece en su interioridad, en su corazón y donde no puede entrar el ruido vacío de los mentirosos de este mundo.

Indudablemente, María está orando. Gustaba decir Santa Teresa de Ávila que la oración es tratar de amistad con Dios, estando mucho tiempo tratando con Aquel que sabemos nos ama . La Virgen de Nazaret sabía que Dios la amaba. Sin entender muy bien cómo ni por qué, había comprendido que Dios le daba un nombre nuevo: “la llena de Gracia”. Y porque ‘llena de Gracia' el mismo Dios la invita, al tiempo que la nombra, a la alegría: “¡alégrate, Llenadegracia!” Su nuevo nombre esconde la raíz de la alegría, el secreto del gozo.

¡Cómo para no estarse mucho tiempo tratando de amistad con Aquel que así la distinguía, estándose mucho tiempo tratando con Él, preguntándole, adorándolo, contemplándolo arrobada, en el silencio de su corazón!

La Virgen de Nazaret comienza así el ascenso hacia Dios, el camino de la vida espiritual, el cual tiene como necesario punto de partida el descubrimiento de la obra de Dios en uno, el vislumbre del amor de predilección con que Él nos ama. Mientras no soy consciente de esto, mientras esto no es una realidad para mí –sino, a lo sumo, palabras que oigo y repito y en las cuales digo “creer”-, no hay propiamente vida espiritual, unión afectiva y efectiva con Dios. ¡Dios me ama!

Pero, la atención de la Virgen no se dirige a preguntarse sobre si misma, ni siquiera a esta nueva condición que conoce en razón del nuevo nombre que el amor de Dios le ha dado. La oración no encierra al hombre en su “Yo”, en sus problemas, en su mundo. Lo abre al Cielo. Lo pone en contacto directo con el Señor.

La atención de la Virgen se dirige a Dios y a lo que Él quiere obrar mediante Ella, con su colaboración: “ Vas a concebir en tu seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. ” (Lc 1, 30) He aquí el punto de partida –que es también, el punto de llegada- de la vida cristiana: Jesús , el hijo de María, Hijo de Dios. El amor con que Dios La ama, a través de Ella, a nosotros nos llega en Jesús.

Todos los días de su vida, en medio de sus quehaceres cotidianos de dueña de casa, de esposa, de madre, de hija, de buena vecina, de fiel creyente, de amiga, María, en respuesta a ese amor, estará atenta a Dios: “ ... conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón ” (Lc 2, 51). Custodiaba lo que había visto y oído desde aquella audición primera de su nombre nuevo y del Nombre de su Hijo. Todo lo guardaba fielmente en su inteligencia, lo meditaba, lo intentaba ahondar en su corazón, con sencillez, con la confianza con que un niño pregunta a su padre. Esa era la oración de María: la presencia advertida de Dios, el murmurar una y mil veces el nombre de Jesús, el recordar la invitación a la alegría, por el Niño que le había sido dado... y el crecer en el amor.

Con los años, el Niño no tan chiquito ya, le dirá palabras extrañas, palabras hermosas, palabras difíciles de entender, palabras tiernas. Todas serán guardadas cuidadosamente por la Madre en su corazón. Todas ellas serán sopesadas, consideradas, rezadas, por la Virgen, que continuará repitiendo su: “ He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra ” (Lc 1, 38). Haga lo que quiera de mi Tu amor.

También a nosotros se nos invita a esa alegría: “ Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! ” (1 Jn 3, 1). Lo que recibimos en el bautismo es justamente “ un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Padre! ” (Rm 8, 14) y que nos constituye en “ herederos de Dios y coherederos de Cristo ” (Rm 8, 17).

No se nos invita a la alegría según el mundo, sino a aquella que brota de la esperanza de Gloria, de vida eterna en el Amor Increado que nos ha creado y redimido; alegría que nace en el corazón que vive unido a Cristo -como María-.

 

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