Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 104
Agosto, 2004

Agosto

(Vitral de la presentaciÓn de Jesús en el templo)

Todo lo que está en la mente, ha pasado antes por los sentidos”, decía Aristóteles. La teología cristiana, en su profundo respeto por las realidades corporales asumidas por el Verbo, -el varón en la Ascensión; la mujer, en la Asunción, que festejaremos el quince- ha respetado, sin recurrir a falsos ‘espiritualismos' esta afirmación. Por ello, durante el primer semestre de este año 2004, hemos recurrido a los nuevos vitrales de nuestra parroquia para rezar. Lo hemos hecho a través de ellos como de ventanas abiertas a las realidades sobrenaturales. Desde sus inicios el cristianismo ha aprendido en su Señor a transmitir la verdad mediante la belleza. ¿Qué es la Transfiguración, que celebraremos este seis sino la Suprema Belleza refulgiendo en el cuerpo de Jesús? Así nacieron, entre otras cosas, lo que conocemos como “iconos” o “íconos”, (del griego imagen) . Los Padres griegos los llamaban precisamente “ventanas al Cielo”, pues colocándose ante ellos, el fiel podía ver -no sólo con su vista, sino por ella y gracias a ella con su mirada interior, con su “vista” más profunda que es la inteligencia iluminada por la fe- algo de los luminosos misterios revelados en Cristo.

La misma función cumplieron en Europa, las altas vidrieras de iglesias y catedrales. Cuando la arquitectura religiosa alcanzó su punto más alto en el Gótico, los ventanales -cubiertos por vitrales - jugaron un papel protagónico en los templos. Por ellos ingresaba la luz al recinto sagrado. Mas no sólo la luz solar, sino aquella luz ‘transfigurada', la luz de la fe, que iluminaba, mediante imágenes, las inteligencia de los fieles -fueran éstos cultos o no, letrados o analfabetos, ricos o pobres, predicándoles el Evangelio, proponiéndoles ejemplos de los mártires, insertándolos en la comunión los santos, ayudándolos a “elevar la mente y el corazón a Dios”, que no otra cosa es la oración. De allí que los vitrales fueran llamados “ la Biblia de los pobres”.

El estilo neorrománico de nuestra parroquia exige los vitrales. Por eso, el esfuerzo por restablecerlos después de su desaparición. Y también, por todo lo dicho, el recurso a ellos en los últimos boletines. No son, en efecto, un simple elemento decorativo –a pesar de haber sido contados por una revista especializada entre los diez vitrales, civiles y religiosos, más bellos de Buenos Aires-, sino catequesis expresada mediante el arte, predicación hecha de coloreadas imágenes, teología propuesta sin palabras .

El último vitral que resta considerar es la Presentación del Niño Jesús en el Templo, aquel que vemos en cuanto ingresamos, el primero de la pared Oeste, contando desde la entrada hacia el altar. En él hay un marcado predominio del verde, color complementario del colorado que está al frente (el vitral de los desposorios de María y José), y también, color que simboliza vida, esperanza, fecundidad. Y la escena en él representada nos habla de todo eso. Sigamos el relato evangélico de apoyándonos en el vitral para hacer la “composición de lugar”.

En primer plano, sobresale la figura de un hombre de edad, quien alza en sus manos a un niño pequeño. Es Simeón, el anciano justo que había recibido el anuncio de que no vería la muerte sin antes contemplar al Mesías de Israel (Lc 2, 22-39). Ese día -uno como cualquiera otro- subió al templo a orar; y vio venir entre la multitud a una joven pareja con un bebe. A simple vista no había nada que diferenciara a esa pequeña familia de cualquiera otra de las que, a diario, ingresaban en el templo para ofrecer el sacrificio establecido por Moisés por el hijo primogénito. Eran reconocibles fácilmente pues siempre llevaban su ofrenda: un cordero, si eran ricos, o una tórtola o pichón de paloma, si eran pobres. Aquellos a quienes estaba viendo Simeón en ese momento, traían un par de palomas (en nuestro vitral sobrevuelan la cabeza del Niño).

Simeón, el anciano, toma en brazos a Jesús, el Niño. El hombre viejo, el hombre de la primera creación, anciano porque caduco y mortal, sale al encuentro del Hombre nuevo, el de la segunda y definitiva creación, el que es eternamente joven, porque posee en sí la Vida que no muere. Al decir de San Atanasio “Dios se hace hombre y se deja hallar por el hombre, para que éste pueda llegar a ser Dios”. La Vida se reviste de mortalidad para que el mortal puede recibirla y gozarla en plenitud trasponiendo los linderos de este mundo. “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo ir en paz, según Tu palabra; porque mis ojos han visto tu Salud, la que preparaste ante la vista de todos los pueblos; luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel, tu pueblo” (Lc 2, 29-32)

En Oriente, la Iglesia llama a esta fiesta la “del Encuentro”, y el icono que en ella se venera muestra un anciano de largos días tomando con inmensa delicadeza al Niño revestido con la púrpura real. La iglesia se regocija en la persona de Simeón, saliendo al encuentro de su Esposo y Señor. En Occidente predomina la idea de la luz, ya que Cristo es la Luz que viene a este mundo para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombras de muerte . Aquella está simbolizada por las velas (candelas) que se encienden con profusión en la liturgia del día, y que han dado nombre a la fiesta: la “de la candelaria”. Nuestro artista ha pintado cirios encendidos, otro de los elementos que nos permiten identificar la escena. Finalmente, porque se trata de aquel rito en el cual era purificada la madre primeriza -y, en tal condición, acudió María- la fiesta se conoce también como “la purificación de María Santísima”.

Se trata, pues, de una fiesta del Señor en la que está presente de un modo singular su Madre. Ella es quien nos da a Jesús; Ella quien lo presenta. Ella, la Purísima, sometiéndose a las antiguas disposiciones de la Ley mosaica, inaugura la novedad de la Ley evangélica: el amor obediente, la obediencia amorosa a Dios, porque es Bueno, porque es eterno Su amor (S 117) . Ella y San José ofrecen su Hijo al eterno Padre, anticipando la entrega que Él mismo hará de sí en su pasión y muerte. En el vitral, ambos aparecen en segundo plano, escuchando sorprendidos cuantas maravillas se dicen de su niño.

Mas, también nosotros podemos ubicarnos en el cuadro, repasando mentalmente lo que pudo ser nuestro bautismo, en el cual fuimos recreados a imagen y semejanza de Cristo. Es ese sacramento el que marca nuestro nacimiento a la vida de hijos de Dios y también el momento en que somos presentados al Padre eterno, llevados por nuestros propios padres al templo, ofrecidos como hostias puras, aptas para devenir tabernáculos de la Trinidad.

Es esa condición primordial, que se realiza en el bautismo, la que debemos guardar y según la cual estamos llamados a vivir todos los días de nuestra vida, ‘transfigurados' en nuestro ser y nuestras obras, en verdad, belleza y bondad (Cf Rm 12, 1-2).

Así nos lo conceda nuestra admirable Madre.

 

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