Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1982- Ciclo B

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     16, 15-20
Jesús dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán» Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.

SERMÓN

Si Vds. comparan las tres lecturas que acabamos de escuchar, podrán notar que las tres hablan de la ‘transformación', ‘promoción' que, a través de la muerte, del misterio pascual, se opera en la humanidad de Jesús.

Jesús de Nazaret, el hijo de María, es elevado a Dios. No digo en su Persona divina –que ya lo era desde la Encarnación- sino en lo que tenía de humano.

La Resurrección no es un puro vencer a la muerte, un volver a latir el corazón y aspirar los pulmones -al modo de Lázaro- sino un ‘transformarse' de lo humano en lo divino.

Así como los átomos de la materia inorgánica son asumidos por la célula viva y ‘sublimados' en el nivel biológico; así como la biología es asumida por la razón y ‘sublimada' en el nivel humano; así, ahora, en Cristo, lo humano es asumido por el Verbo y ‘sublimado' en el nivel divino.

Esto es lo que se quiere expresar, con diversos lenguajes, en las tres lecturas escuchadas.

Nosotros mismo hemos debido, recién, para expresar este cambio y transformación de Cristo operados por la Pascua, utilizar términos espaciales, imaginativos: ‘pro-moción', ‘sub-limación', ‘a-sumir'. Los autores del Nuevo Testamento también lo hacen, usando imágenes del Antiguo Testamento.

‘Sentarse a la derecha', ‘ir al cielo', ‘subir', ‘ascender', ‘elevarse', ‘colocarse encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación'.

También menciona a ‘las nubes', símbolo antiquísimo de la esfera de lo divino.

Todas, pues, maneras metafóricas de simbolizar el hecho inefable, inimaginable, de la igualdad con Dios que, mediante la muerte y la resurrección, alcanza lo humano de Cristo. Lo mismo que quiere significar San Pablo cuando al Jesús resucitado lo llama ‘Señor' – Kyrios -. El nombre que, traduciendo a ‘Adonay' –reemplazo pronunciable del nombre sagrado de Yahvé-, estaba reservado a Éste. Después de la Resurrección puede ahora también decirse de Jesús.

Es en la misma Resurrección transformadora que Cristo es elevado a su dignidad señorial, divina. Desde esa condición aparece a sus discípulos con alguna frecuencia –pareciera- en los primeros días.

Cuando Lucas escribe, recuerda estas apariciones primeras; y él, utilizando un número simbólico –cuarenta días- hace coincidir el fin de estas manifestaciones –en realidad una, por lo menos, vuelve a repetirse, a Pablo, camino a Damasco- con la idea de su ‘exaltación', su ‘ascensión'.

Hablar de un día especial pasada la cuarentena es propio solo de Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Mateo no habla de la Ascensión. Marcos, en el evangelio escuchado, en realidad tampoco. El mismo día de la Resurrección –nos narra-, después de un pequeño discurso y sin describir ninguna escena, “fue llevado al cielo”. Juan tampoco habla de una Ascensión sucedida un determinado día, después de un mes y pico de apariciones.

Pero todos quieren decir lo mismo. Cristo, después de su muerte y resurrección, se hace presente varias veces a sus discípulos. De ello serán testigos y, por eso, apóstoles.

Cristo, mediante su Resurrección, no solo vence a la muerte, no solo ‘retorna' a la vida, sino que alcanza la plenitud de la divinización. Este segundo aspecto –no el de la victoria sobre la muerte- es el que hoy celebramos, siguiendo el esquema simbólico de Lucas.

Plenitud de la divinización que lleva a su inatendida perfección todo el lento plasmarse del universo, todo el ascender de lo biológico, todo el acontecer de la historia humana y todos los deseos ocultos y manifiestos de los hombres. Divinización que podrá ser compartida por todos los que, por medio de la fe, sepan entroncar su vida con la del ‘Resucitado y Promovido' y participar, así, de sus savias divinizadoras.

Zoon theoumenon ' –‘animal divinizable'- definía San Gregorio Nacianceno , al hombre. ‘ Capax Dei ' –‘capaz de Dios'- le definía San Agustín . Porque la última razón de su existir humano y de su vida de animal racional no es sino el estar abierto a la posibilidad de ser divinizado, de participar de la Vida divina, de ascender al cielo.

Esto, de manera inigualable, en el hombre Jesús, cuya persona es la Persona del Verbo, la segunda de la Santa Trinidad.

Y fuera de esta posibilidad –que deberá realizarse por la gracia, no por las fuerzas humanas- el hombre solo puede encontrar la muerte y el infierno –sea éste lo que sea-.

La naturaleza humana está hecha para ser movida por la gracia, como el avión para ser impulsado por la combustión de aeronaftas, como la lámpara para ser conectada con la red eléctrica.

No se basta a sí misma. ‘Su ser' es estar en dirección a algo que no puede alcanzar por sus propias energías. Fuera de su llamado a la divinización y su conexión a la fuente de la gracia el hombre ni siquiera puede ser humano.

Sin la gracia no solo no puede llegar al cielo, sino que ni siquiera conseguirá ser hombre. Si la lámpara se desenchufa, se apaga, en el fondo deja de ser lámpara y se transforma en un adorno inútil. Si el avión, orgullosamente, renuncia al combustible, renuncia a ser alimentado en sus turbinas, no puede sustentar su vuelo. Cae; se destruye. El hombre que no tiende hacia Dios con los motores encendidos de la gracia podrá planear un rato, pero al final, mucho o poco tiempo, caerá, dejará de ser cabalmente hombre.

Eso es el pecado: dejar de tender a Dios, despreciar la nafta de la gracia, hacer a un lado el plan de navegación, para fijarse otros objetivos contando con las propias fuerzas, desviándose por otros caminos.

El final de un planeo semejante es la caída y la muerte.

Y lo que vale para el individuo, también vale para las sociedades. Ninguna sociedad puede ser perfecta en este mundo, porque somos sociedades y naciones en vuelo. Todavía no hemos llegado a puerto, no estamos en el cielo, no hemos llegado a la meta, no hemos aterrizado a la derecha de Dios, a la Patria definitiva. Y, en los vuelos, siempre hay pozos de aire y confusiones y nieblas, y desperfectos de motor y de radares, y cansancios y rebeldías de los tripulantes. Sin embargo, mientras se mantiene el norte divino, mientras haya combustible de gracia, mientras haya mandamientos y evangelio, el avión -mal que bien- volará.

Así eran las sociedades cristianas que tenían claro su horizonte divino, con el radar de la Iglesia, la hoja de ruta del evangelio y el combustible de la gracia.

Pero, así como tantos individuos, las sociedades cristianas de Occidente, históricamente, un día, hace cuatro siglos, protestaron contra su adhesión al norte, y al radar, y a la hoja de ruta, y despreciaron su dependencia al combustible de los sacramentos y declararon su independencia.

El hombre mismo fijaría norte y ruta, decretaría sus propios paraísos y elegiría autónomamente sus caminos. Él mismo se bastaría con su razón y su voluntad. No necesitaría de la gracia, del surtidor y del degradante combustible. Avanzaría con sus propios alerones.

Y las grandes revoluciones –la protestante, la francesa, la bolchevique- marcaron las etapas de esta independencia. Con la zapa permanente de los traidores de adentro.

Había inercia de vuelo y había altura para caer. Y la sociedad, ajena a Cristo, siguió por eso -y sigue- su vuelo. En la alegre ebriedad de las picada y los loopings, pero, en medio de sacudidas de pasajeros, de dramas individuales y sociales, de guerras y guerrillas, de degradaciones nunca imaginadas, de tristezas y dramas inéditos, de inmoralidades en aumento, de perversiones nunca vistas.

Y la fuerza serena del vuelo de la sociedad cristiana se transformó, en la caída, en ambiciones de poder, en luchas por la riqueza, en entrega a la comodidad, en sometimiento a los placeres, al consumo, en esclavitud y hambre de pueblos enteros.

Todavía hay energías cristianas en muchas naciones. Pero la mayoría ha soltado amarras, cortado anclas, arriado velas y levantado carteles de sedición y de odio al Señor.

Y eso –aunque a veces parezcan enfrentados entre sí- los hace a todos aliados en su rebelión a Cristo y en su precipitarse hacia el desastre. Sean aquellos, como los de Occidente, que todavía están en la etapa prometeica, del hombre libre, el que no reconoce más normas que su arbitrio y que, soberbio, hace alarde de su fuerza y de su riqueza. Sean los de más avanzada degradación, que forman aquellas sociedades en que lo único que interesa es el paraíso del establo lleno; y la confianza inane en que la técnica y el trabajo podrán construirlo.

Ninguna de las dos alternativas puede elegir el cristiano.

Si hay algo capaz de crear una sociedad verdaderamente humana, no es la vuelta a ninguna cualquiera de las etapas revolucionarias que han destruido a la cristiandad.

Ni marxismo, ni liberalismo, ni libre examen protestante pueden salvarnos. Solo Dios, Su gracia, Su norte y Su camino, Cristo.

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La brutal agresión que sufrimos los argentinos de parte de los llamados ‘paladines de occidente', de aquellos a los cuales tanto tiempo nuestra nación tuvo por modelo, no tiene que arrojarnos, cediendo, en los brazos de la falsa democracia que ellos han querido siempre vendernos y que quieren ahora imponernos a fuerza de mercenarios y de dólares. Ni, peor aún, en brazos del marxismo.

Porque hoy, como siempre, la única solución es Cristo. El que está sentado a la derecha del Padre.

Que tanta sangre derramada heroicamente por nuestros soldados, sea abono de la nueva Patria que queremos, en la única soberanía e independencia posible en esta tierra. Porque solamente los hombres y las naciones que se someten a Dios y a Cristo, son capaces de no someterse ni antes los cañones ni ante los dólares, ni ante la opinión del mundo.

Pase lo que pase en el terreno de las armas –y hasta ahora, gracias a Dios y a la Virgen, las cosas no van mal- podemos estar -si queremos y tenemos valor para ello- en los albores de la Patria grande y cristiana que todos soñamos.

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