Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1979- Ciclo B

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     16, 15-20
Jesús dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán» Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.

SERMÓN

La reforma conciliar de la liturgia, entre otros beneficios, ha traído el de hacer que los evangelios dominicales, en lugar de ser todos los años los mismos, cambien periódicamente lo largo de un ciclo de tres años. De tal manera que, los domingos, recién después de tres años, volvemos a escuchar el mismo evangelio.
Esto resulta una gran ventaja para el predicador porque se supone que después de tres años o ha cambiado él de parroquia o ha cambiado tanto la composición del auditorio ‑o porque se mudó o se aburrió del cura‑ o, finalmente, porque en tres años ya nos olvidamos de lo que oímos, que podemos desenterrar los apuntes de nuestros antiguos sermones sin que nadie con una sonrisita digo “eso ya lo escuchamos” o “este cura siempre dice lo mismo” o cosas semejantes. Pero, lamentablemente la reforma no pudo cambiar el que se repitieran anualmente las grandes solemnidades como Pascua, Pentecostés, Trinidad, Corpus o, como hoy, la Ascensión y, ¡claro! es terrible tener que inventar un sermón nuevo para el mismo tema todos los años.


John Singleton Copley, Ascensión, 1775, Boston.

Precisamente, revisando hoy mis antiguos apuntes de sermones de otros años sobre la Ascensión con gran angustia me di cuenta de que mi inventiva al respecto había agotado todas sus posibilidades. Todo lo que yo sabría decir, ya lo dije alguna vez. Por supuesto que el misterio luminoso de la Ascensión, en sí mismo, podría dar que hablar hasta el fin de los siglos, pero otra cosa es mi pobre manera de captarlo. Y así, pues, para dejarlo descolocado al Sr. Ramírez que me acompaña desde hace años en estas misas y que ya se estaba preparando para decirme “¡cómo se repite Padre!” decidí que, en lugar de hablar de la ‘ascensión’, voy a hablar del ‘descenso’.
Y, en realidad las dos ideas están asociadas: ‘ascendió a primera’, ‘se fue al descenso’; ‘abajo Boca’ ‘arriba River’; ‘fue degradado’, ‘fue ascendido’; ‘corazones abatidos’, ‘elevemos los corazones’. Las dos nociones del ‘arriba’ y ‘abajo’ se oponen y se explican mutuamente.
En el griego del Nuevo Testamento con mucha mayor claridad, porque el verbo ‘anabainein’ –‘ascender’‑ está formado etimológicamente en simetría antinómica con el verbo ‘catabainein’, ‑‘descender’‑.

Pero ¿cuál es el ‘descenso’ que se contrapone al ‘ascenso’ de Jesús, a la Ascensión de Cristo? Cualquiera que revise el Credo se dará cuenta de inmediato que nuestro ‘ascendió a los cielos’ contrasta directamente con el ‘descendió a los infiernos’.
Verdad de la que poco se habla y de la cual la mayoría de los cristianos hasta desconoce o equivoca su significado. Porque resulta que la palabra ‘infierno’ tiene hoy para nosotros un sentido que no poseía de ninguna manera en el Credo ‑de origen cercano a la era apostólica‑ ni en las fuente escriturísticas.

El descenso de Cristo a los infernos tal cual lo trae el Nuevo Testamento se mueve en el ámbito ideológico y el vocabulario del Antiguo. Y, como ya Vds. lo saben, para el hebreo antiguo, no corren las ideas de ‘eternidad’, de ‘recompensa eterna’ o de ‘castigo en el otro mundo’. Par él la alternativa no es ‘cielo’ o ‘infierno’, sino ‘vida’ o ‘muerte’.
Vida o muerte que no es solamente la existencia o el aniquilamiento biológico, sino algo más complejo y rico ‑como explicábamos domingos pasados‑. Tanto es así que, para ellos, la muerte no era la desaparición pura y llana de la existencia, como pudiera ser la de un animal, sino la ‘degradación’, el ‘descenso’ a un lugar inferior –‘inferius’ o ‘inferus’ en latín, de allí nuestra palabra ‘infierno’‑. Esto de alguna manera se concibe localmente porque, espontáneamente, nuestra imaginación tiende a concebir en términos de lo alto y de lo bajo, el más y el menos de todos los seres, incluso en lo espiritual. Por otra parte, para el hombre, naturalmente, ‘luz’, ‘cielo’, ‘aire’, están arriba; ‘oscuridad’, ‘mundo de los muertos’, abajo, donde se los entierra.
A este estado inferior de lo ‘ínfero’ o ‘ínfimo’, se lo denominaba en hebreo ‘sheol’. Morir era, para el hebreo, dejar esta vida de luz y cálido sol y amigos y amistad con Dios, para irse al ‘sheol’, al cual corresponden las ‘tinieblas’, dice la Biblia, el ‘polvo’, el ‘silencio’.
De allí no se puede volver, allí no se hace nada, ni se goza de nada, ni se sabe lo que pasa en la tierra. Allí ‘ya no se alaba a Dios’. Privados de fuerza y de vitalidad los muertos se llaman ‘refaim’ en hebreo, que quiere decir ‘los sin fuerzas’. Son ‘los que no son’, dice el Eclesiastés. Residen en la ‘tierra del olvido’, supremo abandono, olvidados de Dios y de los hombres.
Morir es pues, para el israelita, tener que marcharse de la región de la vida y de la luz y de la compañía fraterna y amical, pero, sobre todo, alejarse del ámbito de la amistad y de la bendición de Dios, ya que ‘vida’ y ‘bendición’, ‘felicidad’ y ‘amistad con Dios’, se identifican en el Antiguo Testamento.

La muerte, empero, no puede venir de Dios, sin más, ya que Él no se aleja de nosotros, sino nosotros de Él. Es el pecado el que lleva al ‘sheol’ y a la muerte definitiva. Alejarse voluntariamente del ‘Dios de la vida’ es encaminarse hacia la muerte. La muerte es estar lejos de Dios. Lejanía, morir, que ya puede comenzar a experimentarse en esta vida en la medida del pecado.


Andrea Mantegna, 1470, Descenso a los infiernos

Cristo viene a redimir, a salvar, no a los justos sino a los pecadores, no a los vivos, a los sanos, sino a los enfermos. Por eso los va a buscar al límite, allí donde están o a donde apuntan, la distancia aborrecible de la muerte. Se zambulle, pues, hasta lo hondo de las tenebrosas soledades a las que lleva el pecado. Lo cual los evangelios expresan en el drama de la Cruz, las tinieblas, el “¿Por qué me has abandonado?”, el sepulcro sellado. El Credo lo traduce en el ‘descendió a los infiernos’.

Pero porque se trata del límite con la nada Dios no lo devuelve a la vida humana sino que lo asciende a la divina. Porque ‘desciende’ a los infiernos, por eso ‘asciende’ a los cielos. Lo dice Pablo a los Filipenses “Cristo se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte en la cruz.Por lo cual Dios le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre.”

Es la noche oscura de San Juan de la Cruz; antesala de la suprema Luz. Es la sensación de abandono que tantos santos tuvieron en muchos momentos de su vida y, algunos, como prueba final de su fe, antes de morir.
Tampoco nosotros, si no estamos depuestos a ‘descender a los infiernos’, en la cruz y el abandono de la muerte, no seremos capaces de ser subidos a los cielos con Él.

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