Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1972- Ciclo A

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
14-V-72

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él, sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo".

SERMÓN

¿Y dejas, Pastor santo,

Tu grey en este valle hondo, oscuro,

Con soledad y llanto;

Y tu, rompiendo el puro

Aire, te vas al inmortal seguro?

 

¿Qué mirarán los ojos

Que vieron de tu rostro la hermosura

Que no les sea enojos?

Quien oyó tu dulzura,

¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Así dicen las primeras estrofas de la admirable oda compuesta por Fray Luis de León en la festividad de la Ascensión de 1572.

Es una poseía triste, que respira la nostalgia de las despedidas: el pariente o amigo que se va a otra ciudad, a otro continente, a la otra vida. ¡Quién sabe si volveremos a verlo!

Cristo, el amigo, el pariente por excelencia, también hoy se va, ya se ha ido y, de su presencia física, nos separa una misteriosa y enorme distancia.

¿Serán kilómetros? ¿Años luz? ¿Dónde se habrá ido Cristo?

Los apóstoles -dice San Lucas- quedaron mirando al cielo, hasta que las nubes ocultaron el cuerpo de Jesús.

Un poco así también, quedan, con los cuellos torcidos hacia arriba los invitados a Cabo Kennedy para observar la partida de los Atlas y los Saturnos que desaparecen como gigantescas cañas voladoras, tragados por los nubarrones siderales.

Pero ¿será semejante la ascensión de los astronautas navegantes del espacio, en la minúscula cabina del extremo de su petardo espacial, a la ascensión de Cristo que nos narra Lucas? ¿Estará Jesús sentado, augusto y solitario, en medio del plateado polvo de las estrellas que brillan en la noche? ¿Habrá establecido su trono en algún planeta ignoto de Andrómeda o de Antares?

Ustedes saben que no. Cristo -dice San Marcos y el Credo- está ahora sentado 'a la derecha del Padre'.

Pero, de nuevo, podemos preguntarnos: ¿Cómo? ¿el Padre tiene derecha e izquierda?

Es que, ven, para hablar de cosas espirituales no hay palabras. No hay más remedio que expresarse con términos que originariamente expresan realidades materiales, espaciales. Cuando uno dice, por ejemplo, que Napoleón fue un grande hombre, no quiere decir que fue grande de tamaño -sabemos que era petizo- sino de espíritu. Y, sin embargo, el espíritu no es ni grande ni pequeño, ni pesado ni liviano. El espíritu no ocupa lugar ni tiene peso.

Lo mismo, cuando decimos "es un hombre muy profundo". O, de una mujer, "es de costumbre livianas" o "ligeras". O es una persona de "altas" miras. Ven: se trasladan cualidades de lo material -alto, bajo, profundo, liviano- para expresar realidades inmateriales.

Por eso, para hablar de jerarquía o puesto, también se utilizan la nociones de más alto o más abajo. Pero un sujeto que ocupa un 'alto' puesto, sabemos que no es un señor que vive en la azotea del Kavanagh o del Atlas, sino que cumple una función importante en una organización.

Se dice que a una persona la ascendieron no cuando la suben un piso más arriba, sino cuando le dan un puesto de mayor responsabilidad.

Un cuadro de futbol se va al descenso no cuando viaja en subterráneo sino cuando sale cola en el campeonato.

Así también la teología, sobre todo cuando toma forma de relato, debe usar estas expresiones de espacio y magnitud, para expresar realidades que no se pueden medir o ubicar. "Infierno", por ejemplo, etimológicamente quiere decir, en latín, 'lo ínfimo' -' ínferus' - lo que está debajo de todo; lo cual de ninguna manera quiere decir que esté literalmente debajo de nuestros pies. No sabemos dónde está, si es que puede decirse que esté situado, propiamente hablando, el algún lado.

Algo de esto quiere significarnos el relato de la Ascensión: en su subida hacia arriba Cristo, más allá del desplazamiento espacial y corpóreo, quiere significar el paso de su estado terreno y temporal al estado superior y definitivo en que permanecerá para siempre.

No podremos ubicar nunca el cielo en un mapa astronómico, porque el cielo pertenece a una dimensión distinta a la del universo cambiante que ambienta nuestro mundo.

Y este mundo material no es otra cosa que la estación de tránsito en donde, como en un gran vientre materno, se van gestando, en

el tiempo, los hombres que nacerán para siempre en el parto de la inmortalidad.

En el fondo, hay que decir: Cristo recién nace, se encarna plenamente, comienza su verdadera vida, la adulta, la definitiva, cuando, después de la Resurrección, toma posesión definitiva de su puesto a la derecha del Padre. Todo lo demás son prolegómenos, preparativos. Cristo, después de haber descendido al seno de María, al pesebre miserable de Belén, al leño infame de la Cruz, a la obscuridad del sepulcro, recibe ahora su ascenso final y acabado. Y ya no puede ascender ni promocionarse más.

Y allí, señores, es el Cielo. Simplemente donde está Él. El paraíso es estar con Él y gozar con Él, para siempre, todas las riquezas y alegría de Dios.

Por eso Fray Luis de León, en la despedida de Cristo, podrá mostrarse triste, pero, en el fondo, sabe que la fiesta de la Ascensión llama a la alegría.

Porque es verdad que, aún estamos 'en este valle hondo, oscuro, con soledad y llanto', pero Aquel que prometió repartir con nosotros su felicidad y sus riquezas sabemos que ya ha llegado. Nuestro mejor amigo ya ocupa el más alto puesto y, desde allí, nos irá acercando nuestros propios ascensos.

Cristianos. No hemos sido llamados a vegetar en nuestros puestitos de la tierra. Nuestra breve vida no es más que el escalafón que nos conduce al cielo.

No estamos hechos para este mundo que trata de engañarnos con sus minúsculos placeres y sus frágiles alegrías.

No hemos sido creados para dejarnos envolver en las artimañas falaces de Buenos Aires y de este siglo XX. El Señor nos llama a destinos bien más sublimes.

Levantemos nuestros ojos, distraídos de la tierra, alcemos nuestra mirada. El Señor nos espera -y muy pronto- en el recodo final de nuestras vidas.

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