Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005- Ciclo A

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(GEP 08/05/05)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él, sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo".

SERMÓN

Curioso que ninguno de los evangelios, ni siquiera el de Lucas, separen, estrictamente, ni el hecho ni el día de la Resurrección y de la Ascensión. Ni Juan ni Mateo se refieren a ésta última como acontecimiento separado de la primera. Lucas, en cuyo Evangelio el día de la Ascensión coincide con el de las primeras apariciones, se ve en cambio, al escribir los Hechos de los Apóstoles, en la necesidad de introducir un lapso simbólico de cuarenta días entre Resurrección y Ascensión. Será bueno, pues, detenernos a preguntarnos por qué lo hace; y de dónde saca estos cuarenta días.

La tumba vacía, la sábana o mortaja conservando las forma del Señor, como si el cuerpo se hubiera evaporado a través de su trama, y el sudario doblado aparte, que ven Pedro y el Discípulo Amado tan pronto se asoman al sepulcro, en el signo del cadáver desaparecido de Jesús hablaban de la victoria de éste sobre la muerte, y proclamaban que la tumba no había podido aprisionar al Señor. Pero estas evidencias se vieron prontamente confirmadas, además, por las apariciones del Resucitado. 'Apariciones', decimos, porque el Señor no había vuelto lisa y llanamente a la vida cotidiana, como si hubiera regresado a alternar otra vez con los suyos, con sus amigos, compartiendo otra vez la vida de camaradería de antes de la Pasión , sino que hacía sentir su presencia visualmente, tangiblemente, pero desde una dimensión que ya estaba más allá de este tiempo y de este mundo pasajero. Desde lo definitivo; desde la meta conseguida.

Ya sabemos que la mayoría de las apariciones que nos relatan los evangelios suceden el mismo día de Pascua. Sabemos también que, a pesar de que muchas mujeres vieron a Jesús -la primera María de Magdala- los que se transformaron en testigos fehacientes y oficiales de este aparecerse viviente de Jesús fueron los apóstoles. Y esto por razones sociológicas: en aquellas épocas, la legislación judía -algo discriminatoriamente, digamos- no aceptaba en los tribunales el testimonio ni de los niños, ¡ni de las mujeres! A Jesús eso le importó poco y, de hecho, antes que a ningún varón, se apareció a mujeres. Pero sus discípulos no tenían más remedio que adaptarse a las leyes y costumbres vigentes, de tal manera que fueron finalmente los varones apóstoles quienes se convirtieron en garantes, al menos legales, de la realidad de la Resurrección.

De hecho, cuando hubo que elegir uno que reemplazara a Judas, condición 'sine qua non' para ello fue el que hubiera conocido a Jesús antes de la Resurrección y visto sus apariciones después , como para certificar la identidad del Jesús terreno con el Pascual, para que pudieran afirmar que era el mismo que había muerto el que había resurgido. Por eso, cuando se trata de nombrar a Matías para ocupar el lugar dejado por el traidor, dice Pedro: "Es preciso que uno de los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros a partir del bautismo de Juan. uno de ellos tiene que ser con nosotros testigo de su resurrección" (Hech 1, 21-22).

Eso no quiere decir que Jesús no se apareciera en otras oportunidades y a muchas más personas. Pedro y Pablo hablan de otras apariciones que se habrían dado ante centenares de testigos. El mismo Pablo tuvo una, tres años después, camino a Damasco.

La historia, luego, ha contabilizado, a través de los siglos y hasta nuestros días, multitud de apariciones más o menos verosímiles. Sin embargo, la Iglesia oficialmente solo cuenta, como sostén de nuestra fe en el Resucitado, las apariciones atestiguadas por los apóstoles, los únicos que podían aseverar que el Resucitado era el mismo que habían conocido y convivido con ellos antes de su Pasión. Lo de Pablo es una verdadera excepción porque no se dice nunca que haya conocido a Cristo en su vida prepascual. Pero, en fin: todo lo de San Pablo es excepcional.

Lo cierto es que esta función de testigos de la identidad de Jesús antes y después de la Pascua fue única de los apóstoles. Por eso sus sucesores, los obispos, jamás tendrán la categoría de aquellos; solo se limitarán a transmitir de generación en generación, el testimonio recibido de aquellos. Y, por eso, las apariciones posteriores o actuales nunca son garantizadas como plenamente fidedignas por la Iglesia. Por más verosímil que pueda ser este o aquel aparecerse del Señor el supuesto vidente no tiene modo de identificarlo con Jesús.

Es cierto que la Providencia puede dar mayor o menor fuerza a este tipo de fenómenos acompañándolos o no con revelaciones plausibles, o milagros, o convergencia de hechos que lleven a la presunción, al menos humana, de que en este o aquel lugar, en este o aquel poseedor de visiones se hace presente, de un modo particular, digno de ser tenido en cuenta, el Señor, o la Virgen. El Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alacoque; Fátima; el Pilar, en España.

Pero ya sabemos cómo, cuando se presentan estos extraños hechos, se produce como una epidemia de gente que ve cosas, oye otras, escribe mensajes, dibuja imágenes o sueña medallas. Una especie de histeria colectiva que se propaga contagiosamente alrededor de acontecimientos de por sí dignos de ser tenidos en cuenta. Alrededor de las apariciones de Lourdes , por ejemplo, consideradas seriamente por la autoridad eclesiástica y confirmadas por milagros fuera de toda duda, simultáneamente hubo como una eclosión de videntes, algunos falsos otros sencillamente pirados, que, a modo de cortinas de humo fabricadas por fuerzas malignas, intentaron desprestigiar el hecho central.

Pues bien, algo parecido sucedió en los primeros tiempos: amén de los que sostenían que los discípulos habían robado el cuerpo de la tumba, pulularon como 'pelotazo en contra' cientos de supuestos videntes que afirmaban que Jesús se les aparecía, les daba mensajes, tenía trato con ellos. Muchos incautos los seguían y los impostores se aprovechaban incluso económicamente de la veneración ingenua que le prestaban esos fieles, al mismo tiempo que, con sus tonterías, desacreditaban entre la gente seria el mensaje cristiano y el acontecimiento único y magnífico de la Resurrección. Todavía el sabio pagano Celso , a fines del siglo II, tomaba como una de las razones para burlarse de los cristianos esta fiebre de apariciones 'propia -decía- de gente ignorante y crédula'.

Pero ya se había dado Lucas cuenta de ésto cien años antes que Celso, cuando escribe sus "Hechos de los apóstoles", a continuación de su Evangelio, al comenzar a narrar la Historia de la Iglesia. Y lo primero que hace es -como hemos escuchado en la primera lectura- terminar con las apariciones. La Iglesia no vivirá más a fuerza de apariciones de Jesús -dice Lucas- sino de la presencia del Espíritu, del resonar de la Palabra de Cristo y del testimonio fundador de los apóstoles. Las únicas apariciones válidas y, digamos, legales, son -afirma Lucas- las de ellos.

Más aún, para ponerles un límite, son solo aceptadas las comprendidas en esos cuarenta días más o menos simbólicos de supuesta permanencia de Jesús en la tierra que Lucas es el único en mencionar. Cuarenta era un número convencional para significar los años de una generación. Cuarenta años de permanencia en el desierto antes de entrar en la tierra prometida; cuarenta años de reinado de David; cuarenta días de diluvio; cuarenta días de permanencia de Moisés en el Sinaí; cuarenta días de viaje de Elías hacia el Horeb al encuentro de Yahvé; cuarenta días que debía permanecer el discípulo con su rabino, luego de sus años de aprendizaje, para recibirse, finalmente él también, como rabino. No era pues un asunto cronológico, sino el modo de decir: "¡Basta de esperar apariciones celestes! ¡Déjense de mirar al cielo! Ahora, ¡a moverse, a llevar adelante la Iglesia , a fortalecerse con el don del Espíritu que reemplaza a Cristo!"

Pero, al mismo tiempo, aunque ello ya estaba fuertemente subrayado por la tradición, Lucas aprovecha este punto final a las apariciones, para distinguir y dar más fuerza al hecho de que la Resurrección no representaba solamente el triunfo de Jesús sobre la muerte, el espaldarazo del Padre que sacándolo de la tumba lo hacía el vencedor final sobre sus enemigos y, al mismo tiempo, confirmaba su misión, su divinidad y su doctrina. Lejos de ser solo un retorno a la vida, una victoria de la medicina divina sobre la mortalidad, la Resurrección había sido una promoción, una entronización, una toma de posesión de autoridad cósmica, que elevaba a Cristo a una posición eminente y novedosa sobre toda la creación. Vuelvan a leer con atención la segunda lectura, de Pablo: "Lo hizo sentar a su derecha en el cielo, elevándolo por encima de todo. puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia. plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas". ¿Ven? Mucho más que un retorno a la vida.

Y son cosas que no pueden expresarse en palabras precisas, por eso se recurre a expresiones espaciales. 'Elevación', 'arriba', 'por encima', 'derecha', 'bajo sus pies'.

Y nosotros sabemos que esta elevación de la humanidad de Cristo, esta promoción definitiva, se constituye en el punto final de la creación. En la grandiosa visión de Pablo y de la Iglesia apostólica, Jesús resucitado se transforma en el objetivo insuperable de la creación.

El 'hombre', meta y fin de la materia, de la evolución, de esos 13.700 millones de años de crecimiento que en el camino de la vida ha producido el Universo bajo la mano poderosa y creadora de Dios; el 'homo sapiens', tal cual nosotros lo conocemos, es solo una etapa intermedia, embrional, de la definitiva creación. No podemos decir " Dios ha creado al hombre ", porque el hombre aún está en creación, en gestación. Dios nos está creando. Y lo hace no solo mediante las leyes físicas, químicas, naturales que regulan nuestra biología y psicología terrena, sino mediante la oferta increíble de la gracia, del Espíritu que nos envía, por derecho de conquista, el Cristo resucitado, el Ascendido, el capaz de soplar la Vida divina sobre sus discípulos.

Si de alguna manera toda la historia del cosmos es una ascensión hacia el hombre, la vida de Cristo, nacido de María, es una ascensión hacia el Cielo, hacia la plenitud de Dios. No por nada los mismos evangelistas -y especialmente Lucas- conciben la vida terrena de Jesús como un 'ascender', desde Galilea, hacia Jerusalén, hacia el monte del Calvario, hacia la 'exaltación' -dice Juan- de la Cruz , en donde Cristo se realizará plenamente en la ascensión final de la Resurrección.

Por eso los latinos traducían el viejo versículo del Génesis, "Dios crea al hombre 'a' su imagen y semejanza", como "Dios crea al hombre 'hacia' su imagen", 'ad imaginem' . Porque lo crea inicialmente en ciernes, hombre puramente natural, dice Pablo, para llevarlo hacia el verdadero hombre, la verdadera imagen que es Cristo, el Resucitado, el segundo y definitivo Adán.

Recién en la ascensión culmina, alcanza su cumbre -otra vez imágenes espaciales- la creación, la humanidad.

Quizá muchas de las cuestiones dolorosas que plantea la vida humana en esta tierra, tan llena de carencias y sufrimientos, y que nos hacen preguntar sobre la bondad de Dios en su creación, se resolverían si tomáramos conciencia de que Dios no ha creado, Dios está creando -para más dificultad en el juego de las libertades humanas que pueden rebelarse contra Él-. La obra está en construcción y, a veces, teniendo que pelear contra las maquinaciones destructivas del hombre.

Dios habrá terminado de crear recién en la Resurrección final, en los 'nuevos cielos y la nueva tierra' que ya se encuentran en poder de Jesucristo -y de su Madre: no olvidemos la Asunción -. Ascensión y Asunción que son eI inicio del mundo nuevo, de la creación perfectamente acabada, hacia donde, con la ayuda de ellos y del Espíritu, también nosotros podemos escalar, ascender, subir, en sacramentos y santidad, en mandamientos y combate. Nosotros, ya de alguna manera, hombres nuevos porque, como escuchamos a Mateo, "bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñados a cumplir todo lo que El nos ha mandado".

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